Uno de los grandes atractivos
que busca el viajero que se desplaza a Sicilia es comprobar que aún quedan en
el Mediterráneo espacios y lugares que no han sido corrompidos por el turismo
de masas.
Son lugares que aún mantienen un
ritmo tranquilo, una vida anclada en el tiempo, con sus ventajas e
inconvenientes, un ambiente que me recuerda a mis veraneos durante mis años
mozos. Y algunos de esos lugares se encontraban al norte y al sur de Messina.
Nuestro hotel estaba un tanto
aislado, el mar cercano, aunque también próximo a una zona bastante prosaica y
con nula oferta para cenar. Hubiéramos preferido un lugar que no obligara a
tomar el coche, pero eso era imposible. Preguntamos a los del hotel y nos
confirmaron dos lugares de un grato recuerdo.
La primera noche fuimos a
Ganzirri, a 8 kilómetros de Messina, en dirección norte. Atravesamos la ciudad
y su somnolienta zona portuaria, y tomamos una carreterilla cercana a la costa.
Era de noche, por lo que no pudimos apreciarla bien, aunque prometía ser
interesante. Se intuía una pinada densa.
Aparcamos sin demasiados problemas
y buscamos La Napoletana-Salvatore,
uno de esos locales de toda la vida donde los camareros forman parte de su
historia vestidos con inmaculadas chaquetillas blancas, bigotillo fino, canas
peinadas hacia atrás y una sonrisa propia del amigo que te invita a su casa a
cenar. Ese ambiente tradicional nos cautivó. Incluso, me puse un poco
nostálgico.
Nos pedimos un buen pescado a la
parrilla y un risotto con marisco que era una delicia. Sonaban esas canciones
populares sicilianas que ayudan a una velada sentimental. Desde luego, éramos
los últimos clientes. Degustar tan exquisita comida siciliana después de una
jornada tan bien aprovechada es el premio que busca todo viajero. La cuenta fue
algo más que razonable.
Dimos un paseo por la orilla del
gran lago salado junto al mar, una albufera donde se asomaban las casas bajas y
se mecían las barcas de pescadores. Un poco más lejos sonaba un pequeño baile.
Todo como sacado de una película de los años 60.
No apunté el nombre del pueblo
que elegimos la noche siguiente, también por consejo de la recepción del hotel.
Quizá fuera Savoca, hacia el interior desde la playa de Santa Teresa di Riva y
que aparece en El padrino, de
Scorsese. Aquí se casaron, en la película, Michael Corleone (Al Pacino, de
jovencito) con Apollonia. No creo que fuera Cassalvecchio Siculo, más al
interior, el otro pueblecito que mencionaba nuestra guía.
Recuerdo que la carretera iba
paralela a la vía férrea, lo cual era un pequeño atentado a la costa ya que
cortaba esa banda de tierra de forma antinatural. El mar estaba iluminado por
una luna llena y baja, intensa. La montaña cortaba el acceso por la derecha.
Se sucedían los pueblos pequeños
y escasamente iluminados. La gente charlaba sentada en sillas de enea y
formaban círculos en torno al portal. El calor no animaba a entrar en casa.
Aparcamos en una plaza donde
estaba el restaurante casi lleno de lugareños que comían pasta y bebían un vino
tinto de color intenso. Nosotros optamos por unas pizzas. El ambiente era
familiar, cariñoso, distendido.
De regreso encontramos un bar de
playa que era el contraste absoluto con el ambiente de otra época del
restaurante. El chiringuito sobre la arena reunía a toda la juventud de la
contornada. Era la modernidad, las generaciones nuevas que buscaban tomar una copa,
vacilar y ligar en la medida de lo posible y contemplar las estrellas mientras
bailaban.
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