Las piedras sueltas provocaban
pequeños deslizamientos a cada paso. Carlos iba concentrado y marcaba un ritmo
que no podía seguir. Acoplé la respiración, empecé a sudar como un condenado y
ofrecí mis esfuerzos a San Bartolomé, protector de los eolianos, que seguro era
una cristianización de una divinidad ancestral o el contrapeso al diablo que
moraba en estos lugares. Los árabes debieron interpretar mal sus buenos oficios
porque dispersaron sus restos, que reaparecieron de forma milagrosa con la
conquista de los normandos. Aprovecharon el tirón de ese descubrimiento para
mandar una avanzadilla de benedictinos para repoblar las islas.
Eolo, dios del viento, se apiadó
de nosotros y nos visitó en ocasiones para refrescar nuestro rostro y nuestro
cuerpo. También traía unas bocanadas de olor a azufre que ni elevando plegarias
a San Bartolomé se quitaban. Sólo faltaba Polifemo para completar las
apariciones mitológicas relacionadas con las islas.
Todas las penalidades quedaban
compensadas con el paisaje compuesto por el mar y las otras islas. En el mapa
parecían más alejadas. Sobre las cumbres de sus montañas, volcanes extinguidos,
aparecían nubes enganchadas que hacían pensar que aún expiraran gases por sus
cráteres.
Lípari se definía claramente. A
nuestros pies, un montón de casas bien alineadas, casas de veraneo,
envidiables. Sobre la pequeña bahía principal, los barcos como puntitos
blancos. A la derecha, la península de un opulento verdor, rodeada de barcos.
Un segundo esfuerzo nos condujo
hasta el borde del cráter, un embudo de paredes azufrosas y fondo de lodos,
pardo, impresionante. Un sendero permitía recorrer ese borde hasta un punto más
alto. Nos perdonamos este esfuerzo extra. Estábamos congestionados. Unos tragos
de agua nos devolvieron el ánimo.
-La puerta a las calderas de
Pedro Botero -mencioné a Carlos mientras recuperaba el resuello. Carlos sonrió
y bebió otro trago.
Me imaginé a Dante y a Virgilio
empezando su andadura de La Divina
Comedia desde este punto, adentrándose tras la capa de tierra que tapaba el
ingreso al infierno. Debajo, sus círculos, los personajes que expiaban sus
pecados, los atroces sufrimientos descritos precisamente en el dialecto
siciliano.
Estuvimos un rato admirando el
paisaje de agua y fuego, de naturaleza y presencia humana, de colores vivos o
pardos, de contrastes. Desde aquí se dominaba el archipiélago.
Ese azufre que observábamos era
el que se empezó a explotar en el siglo XIX con reclusos procedentes del penal
de Lípari que ocupaba el antiguo castillo construido por los españoles para
defenderse de los piratas, como Barbarroja, que arrasó esa isla en 1544. El
virrey Pedro de Toledo (el de la fuente Pretoria) concedió privilegios para
repoblar las islas. Muchos de los que se establecieron, años después, tomaron
la decisión de la emigración rumbo a Australia.
En 1870, el escocés James
Stevenson adquirió la parte norte de la isla para plantar viñedos. La erupción
de 1888 lo echó todo a perder, quedando ese ámbito para aquellos turistas
forzados. Los habitantes de las islas se opusieron a convertirse en una colonia
penitenciaria y llegaron a protagonizar algunos motines. Sin embargo, cuando
Mussolini decidió enviar aquí a sus enemigos políticos, los presos
antifascistas fueron acogidos con solidaridad. El penal alberga actualmente el
Museo Arqueológico Eolio.
Por supuesto, nos hicimos la
bien ganada foto en la cumbre. Llevamos cuidado en el descenso para evitar
desgracias.
Aún nos quedaba otra de las
atracciones turísticas: los baños de lodos terapéuticos. La piscina de barros
era muy popular. Menos popular era el olor que permanecía en el cuerpo y en el
bañador durante unos días. La piel quedaba suave, como tras un peeling. Estaba probado su carácter
terapéutico. Cuidado al pisar porque las pequeñas fumarolas bajo el agua
abrasaban los pies. Un baño en el mar tras el baño de barro mejoraba los
olores.
Nos refugiamos en el chiringuito
y comimos bastante bien: pescado, ensalada y un helado. Aprovechamos para
relajarnos y completar un día de playa hasta la hora de regreso.
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