Las islas nunca quedaron al
margen de la historia del Mediterráneo por su estratégica situación y por sus
riquezas. Estuvieron en la ruta de los metales, especialmente en la ruta del
estaño que venía desde las islas Británicas que controlaban los fenicios. Quizá
vivió su mejor época con los griegos, que las colonizaron y que explotaron la
obsidiana, tan importante para la fabricación de objetos y armas.
En el 257 a.C. protagonizaron un
importante combate entre romanos y cartagineses en el marco de las Guerras
Púnicas. Las dos potencias buscaban el control de Sicilia y de sus islas
adyacentes. Con la victoria romana se impusieron enormes impuestos a la
exportación de obsidiana, lo que acabó arruinando a las islas. Los terremotos
terminaron de animar a sus habitantes a emigrar.
Nada más desembarcar en una
apacible playa de Vulcano la gente se dispersó, cada uno a lo suyo. En un bar
repusimos agua y nos aprestamos a iniciar la subida del volcán. No iba a ser
fácil porque el calor pegaba de lo lindo. No estuvimos solos en esa aventura.
Un cartel advertía de todos los peligros. Nadie le hacía ni puñetero caso.
Pagamos los tres euros de la entrada y nos lanzamos al ascenso. Suerte.
Vulcano, hijo de Júpiter, esposo
de Venus, dios del fuego y la metalurgia, el gran forjador de armas para que
los héroes fueran invencibles, situó en el interior del Gran Cráter su fragua
donde se trabajaba el hierro y se fundían los metales. Al señor del fuego le
ayudaban los Cíclopes, el del trueno, el del rayo y el del yunque de fuego.
Fabricaban los rayos que arrojaba Júpiter “por todo el haz del cielo” -como se
recoge en la Eneida- o una carroza para Marte con la que enardecer guerreros y
ciudades o “la horrenda égida de que se arma Palas enfurecida/ y las escamas de
oro de las sierpes entrelazadas a ella/y para el pecho de la diosa bruñen una
Górgona”. Pasó por nuestra mente un instante la representación alegórica
pintada por Velázquez. El contraste con el pedregal era evidente.
La isla fue llamada Thermessa,
la caliente, Terasia, tierra caliente, y Hiera, la sagrada fragua de Efesto,
donde los Cíclopes forjaban los rayos. Al tocar el suelo comprobamos que estaba
caliente y no podríamos afirmar qué parte correspondía al sol y cuál al fuego
interno. Afinamos el oído por si escuchábamos los golpes sobre el yunque del
mitológico personaje.
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