La gran joya de la ciudad era la
catedral, la iglesia de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, mandada
construir por el rey Ruggero (Roger o Rogelio) II, abuelo de Guillermo II, el
de Monreale. También él fue instado por las alturas a la construcción de la
catedral. Según cuenta la leyenda, su flota quedó atrapada por una violenta
tormenta que amenazaba su destrucción, por lo que el rey hizo la promesa de
edificar una iglesia si se salvaban. Allá donde fue conducido su barco fue el
lugar designado. Las malas lenguas dicen que el rey quiso dar una lección al
obispo de Palermo, de enorme poder, construyendo un templo que competiría con
su sede episcopal. Quizá por ello su aspecto era acastillado.
La iglesia fue consagrada el día
de Pentecostés de 1131 aunque no fue concluida hasta 1240. A la muerte del rey,
como en Monreale, se interrumpió la construcción, que sufriría modificaciones a
lo largo de los años. Su deseo de que se convirtiera en su tumba y el mausoleo
de los reyes de Sicilia no fue cumplido. Acabaron en la catedral de Palermo.
La catedral estaba precedida por
una plaza en que compartía el espacio con el palacio Episcopal, el seminario Episcopal,
el antiguo convento benedictino de Santa Caterina, convertido en ayuntamiento,
y otros palacios. También había diversas terrazas de restaurantes y tiendas.
Tras la reja coronada por las esculturas de cuatro obispos, estaba la explanada
del Sagrato, sobre la que caía el sol
a plomo. Hasta el siglo XVI ese lugar lo ocupó una amplia escalinata de tres
cuerpos que simbolizaban a los tres testigos de la transfiguración, Pedro,
Santiago y Juan. La misma fue demolida y ese espacio fue utilizado como
cementerio hasta 1585. Era el mejor lugar para admirar la fachada con sus dos torres
casi iguales que fueron rematadas en épocas diferentes. Fueron posteriores a la
terminación de las naves. La torre norte simbolizaba el poder real mientras que
la sur representaba el de la Iglesia, de ahí que sus remates fueran diferentes.
El pórtico exhibía los arcos
ciegos de inspiración musulmana sobre una triple arquería de finales del siglo
XV obra de Ambrogio de Como. En el lado norte se construyó un claustro que no
recuerdo haber visitado.
La construcción se inició
simultáneamente por varios lugares a la vez. Cuando estaba bastante avanzada
apareció una cesura que amenazó su colapso y obligó a diversas medidas estructurales
y a reforzar los muros. El resultado fue un templo de tres naves, siete arcadas
y columnas corintias. El tres podría referirse a la Trinidad y el siete al
número que expresa la creación y la destrucción.
Lo primero que llamaba la
atención de este monumento árabe-normando era que los muros estaban desnudos.
Los mosaicos, que fueron ejecutados entre 1145 y 1148, se concentraban en la
cabecera, entre el ábside y el presbiterio. El efecto de atracción del Cristo Pantocrátor
era más evidente porque no había otros elementos que distrajeran al visitante.
La luz era más potente por la hora del día. Las escasas personas que se habían aventurado
en su interior se centraban en el transepto y admiraban el abocinado y el
ábside. Avanzamos. Allí nos esperaba la corte celestial.
Cristo en majestad portaba un
libro sagrado abierto por un pasaje del Evangelio de Juan (8,12): “Yo soy la
luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la
vida”. Debajo, la virgen, arcángeles, apóstoles y evangelistas sobre el
consabido fondo dorado. Una cruz griega flotaba sobre el altar. La primera
parte del abocinado era barroca. El contraste era hermoso. No olvidar visitar
las capillas de los ábsides laterales.
Nos acercamos hasta la iglesia
del Purgatorio, prolongamos un poco nuestra estancia y regresamos al coche para
continuar nuestro recorrido hacia el este.
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