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Sicilia: Sueños de una isla invadida 18. Cefalú III. La catedral.



La gran joya de la ciudad era la catedral, la iglesia de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, mandada construir por el rey Ruggero (Roger o Rogelio) II, abuelo de Guillermo II, el de Monreale. También él fue instado por las alturas a la construcción de la catedral. Según cuenta la leyenda, su flota quedó atrapada por una violenta tormenta que amenazaba su destrucción, por lo que el rey hizo la promesa de edificar una iglesia si se salvaban. Allá donde fue conducido su barco fue el lugar designado. Las malas lenguas dicen que el rey quiso dar una lección al obispo de Palermo, de enorme poder, construyendo un templo que competiría con su sede episcopal. Quizá por ello su aspecto era acastillado.

La iglesia fue consagrada el día de Pentecostés de 1131 aunque no fue concluida hasta 1240. A la muerte del rey, como en Monreale, se interrumpió la construcción, que sufriría modificaciones a lo largo de los años. Su deseo de que se convirtiera en su tumba y el mausoleo de los reyes de Sicilia no fue cumplido. Acabaron en la catedral de Palermo.
La catedral estaba precedida por una plaza en que compartía el espacio con el palacio Episcopal, el seminario Episcopal, el antiguo convento benedictino de Santa Caterina, convertido en ayuntamiento, y otros palacios. También había diversas terrazas de restaurantes y tiendas. Tras la reja coronada por las esculturas de cuatro obispos, estaba la explanada del Sagrato, sobre la que caía el sol a plomo. Hasta el siglo XVI ese lugar lo ocupó una amplia escalinata de tres cuerpos que simbolizaban a los tres testigos de la transfiguración, Pedro, Santiago y Juan. La misma fue demolida y ese espacio fue utilizado como cementerio hasta 1585. Era el mejor lugar para admirar la fachada con sus dos torres casi iguales que fueron rematadas en épocas diferentes. Fueron posteriores a la terminación de las naves. La torre norte simbolizaba el poder real mientras que la sur representaba el de la Iglesia, de ahí que sus remates fueran diferentes.


El pórtico exhibía los arcos ciegos de inspiración musulmana sobre una triple arquería de finales del siglo XV obra de Ambrogio de Como. En el lado norte se construyó un claustro que no recuerdo haber visitado.
La construcción se inició simultáneamente por varios lugares a la vez. Cuando estaba bastante avanzada apareció una cesura que amenazó su colapso y obligó a diversas medidas estructurales y a reforzar los muros. El resultado fue un templo de tres naves, siete arcadas y columnas corintias. El tres podría referirse a la Trinidad y el siete al número que expresa la creación y la destrucción.

Lo primero que llamaba la atención de este monumento árabe-normando era que los muros estaban desnudos. Los mosaicos, que fueron ejecutados entre 1145 y 1148, se concentraban en la cabecera, entre el ábside y el presbiterio. El efecto de atracción del Cristo Pantocrátor era más evidente porque no había otros elementos que distrajeran al visitante. La luz era más potente por la hora del día. Las escasas personas que se habían aventurado en su interior se centraban en el transepto y admiraban el abocinado y el ábside. Avanzamos. Allí nos esperaba la corte celestial.


Cristo en majestad portaba un libro sagrado abierto por un pasaje del Evangelio de Juan (8,12): “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la vida”. Debajo, la virgen, arcángeles, apóstoles y evangelistas sobre el consabido fondo dorado. Una cruz griega flotaba sobre el altar. La primera parte del abocinado era barroca. El contraste era hermoso. No olvidar visitar las capillas de los ábsides laterales.
Nos acercamos hasta la iglesia del Purgatorio, prolongamos un poco nuestra estancia y regresamos al coche para continuar nuestro recorrido hacia el este.


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