Nos plantamos en el pueblo a la
hora de comer. La playa estaba repleta. Más repleta estaba la línea de
restaurantes que daba a la playa, pero las buenas artes de Carlos nos otorgaron
un sitio que nos permitió controlar el mar y el paseo. Instintivamente buscamos
a los personajes entre el barullo de gente que se movía por todas partes.
Estaba claro que el turismo había transformado aquel lugar y aquellos tiempos
en que el cine era algo más que un pasatiempo.
Los veraneantes combatían el sol
bajo las coloridas sombrillas o refrescándose en el agua. Nosotros, con buena
cerveza local acompañada de pescado a la parrilla. Entre el ruido de la cocina
y de los clientes era difícil mantener una conversación.
Me gustaba el frente de casas
sencillas que daba al mar. Era la imagen habitual de las postales, como la
imagen de marca de la población. El conjunto estaba más deteriorado de lo que
luego comprobamos al acercarnos. Era un poco anárquico con sus fachadas,
ventanas, balcones y arcos que seguían el palpitar de sus gentes humildes, lo
que lo hacía más atractivo. Casas de pescadores que quizá ahora habían caído en
manos de turistas o veraneantes.
Entramos en el casco antiguo por
Porta Pescara y nos acercamos al antiguo lavadero medieval. Cuentan que era
alimentado por el pequeño cauce de un arroyo que se formaba con las poéticas
lágrimas de una ninfa. Desde allí, estaba cerca del museo Mandralisca, con una
colección arqueológica interesante -y algunas críticas poco edificantes- y el Retrato de un desconocido de Antonello
da Messina, de enigmática sonrisa al estilo de la Mona Lisa. No estábamos muy
por la labor de esa visita, por lo cual nos infiltramos por los callejones.
Caminamos por el casco antiguo. Las
calles descendían por la pendiente que comunicaba la catedral con la zona del
mar. Las sábanas colgadas al sol se agitaban mostrando los gustos de cada casa.
Pegados al lado de la sombra fuimos remontando la cuesta con la tripa llena,
como en una peregrinación o una penitencia. Quizá habría sido más inteligente
quedarse durmiendo la siesta en la pequeña cala frente a las casas. Por
supuesto, había poca gente. Los locos somos escasos.
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