Tomamos la autopista que cruzaba
todo el norte en dirección este. Más abajo, más cerca de la costa, la carretera
antigua recompensaba la incomodidad con unas vistas espectaculares. Quizá aún
mantenía algo de las “vagas huellas sembradas de baches y colmadas de polvo”
que describía Lampedusa en El Gatopardo.
La montaña tenía un aspecto gris, seco, con vegetación baja, casi inexistente en
algunos puntos. Hasta la cordillera, unos campos con vides, olivos y frutales. La
carretera se acoplaba a un escalón geológico, lo que provocaba que
contempláramos el paisaje como desde un mirador móvil.
El mar, sin embargo, emitía un
color azul índigo, transparente, que relajaba. Hacia el horizonte se aclaraba,
se mostraba inmóvil, tranquilo, sin ninguna presencia, ni siquiera la de algún
barco. La costa era recortada y las rocas se adentraban en el mar
pacíficamente. Era difícil encontrar una cala de arena. El coche se deslizaba
arrastrando nuestro silencio.
A
espacios regulares, aprovechando los entrantes de la tierra en el mar, se
divisaban torres que se asomaban a la punta como si fueran granos en una nariz.
Eran torres de vigilancia construidas por los normandos para controlar las
incursiones de los piratas. Cuadradas, cúbicas, aisladas en el morro de un
pequeño cabo, por un singular sistema de luces anunciaban la llegada de los
corsarios, que siempre gustaron de atacar esta isla tan agraciada y rica.
Por
lo accidentado del terreno se suceden un sinfín de túneles y viaductos. Al
salir de los túneles te deslumbraba un fogonazo de sol que te dejaba un poco
noqueado. Hermosas o rústicas casas se acoplaban a las pendientes.
Completamos los 80 kilómetros sin
apenas darnos cuenta. Tomamos el desvío y lo primero que divisamos fue la
población en su conjunto, con el puerto de pescadores en primer plano, las
casas bajas a continuación y emergiendo de entre ellas la Catedral. Detrás, la Rocca en forma de cabeza de la que
derivaba el nombre de Cefalú. Sobre la misma se divisaba una muralla, a modo de
acrópolis, que fue fortaleza árabe y normanda. Esa fortaleza conservaba los
restos de una construcción megalítica del siglo IV-III a. C., el templo de
Diana. Subir hasta allí era una hazaña que compensaba por las espectaculares
vistas, pero deberá ser completada en otro viaje.
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