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Sicilia: Sueños de una isla invadida 14. El influjo de Bagheria.


Al salir de la catedral mi garganta estaba maltrecha, casi no podía hablar por la severa afonía causada dios sabe por qué. No teníamos intención de explorar las calles de Monreale pero la búsqueda de una farmacia nos condujo por su entramado estrecho y acogedor. La sombra que los edificios proyectaban sobre las calles atemperaba el calor. La gente se animaba, con timidez, a salir a hacer compras y recados. Reinaba la tranquilidad.

La farmacéutica era una cuarentona guapa, morena, con un toque a lo Sofía Loren. No fue necesario que intentara expresarme y explicarle mis males ya que mi voz me delataba. Segundos después trajo una caja con pastillas para la garganta y nos regaló una sonrisa entre tímida y pícara, casi como la de las jóvenes que regentaban el hotel de Palermo.
Hasta alcanzar la autopista, la carretera era un mar de curvas impuestas por el capricho de la montaña. El mar se divisaba muy lejos. Tras una cortina de bruma se ocultaba el horizonte.

Nos hubiera gustado visitar Bagheria, más aún después de haber leído el libro del mismo título de Dacia Maraini. En el anterior viaje me había quedado con las ganas de visitar alguna de las villas del siglo XVIII donde se refugiaba la nobleza palermitana en verano, observar "el campo estival con sus hierbas abrasadas y sus cursos de agua secos y requemados". Buscamos esas hierbas entre los matorrales cercanos a la carretera, también esas ramblas sedientas.
Vides, olivos y limoneros se alternaban con casitas, con pueblos, con vestigios humanos. A la izquierda, el mar con un "color crudo, pero de vegetal", según Dacia Maraini, era de un azul profundo. Las nubes casi se habían asentado. Los campos de la isla de los jazmines pasaban a gran velocidad frente a nuestras ventanillas.
Solunto y Termini Imerise quedaron atrás. Un desvío a la derecha nos hubiera conducido a Enna y el interior profundo de la isla.

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