Al salir de la catedral mi
garganta estaba maltrecha, casi no podía hablar por la severa afonía causada
dios sabe por qué. No teníamos intención de explorar las calles de Monreale
pero la búsqueda de una farmacia nos condujo por su entramado estrecho y
acogedor. La sombra que los edificios proyectaban sobre las calles atemperaba
el calor. La gente se animaba, con timidez, a salir a hacer compras y recados.
Reinaba la tranquilidad.
La farmacéutica era una
cuarentona guapa, morena, con un toque a lo Sofía Loren. No fue necesario que
intentara expresarme y explicarle mis males ya que mi voz me delataba. Segundos
después trajo una caja con pastillas para la garganta y nos regaló una sonrisa
entre tímida y pícara, casi como la de las jóvenes que regentaban el hotel de
Palermo.
Hasta alcanzar la autopista, la
carretera era un mar de curvas impuestas por el capricho de la montaña. El mar
se divisaba muy lejos. Tras una cortina de bruma se ocultaba el horizonte.
Nos hubiera gustado visitar
Bagheria, más aún después de haber leído el libro del mismo título de Dacia
Maraini. En el anterior viaje me había quedado con las ganas de visitar alguna
de las villas del siglo XVIII donde se refugiaba la nobleza palermitana en
verano, observar "el campo estival con sus hierbas abrasadas y sus cursos
de agua secos y requemados". Buscamos esas hierbas entre los matorrales
cercanos a la carretera, también esas ramblas sedientas.
Vides, olivos y limoneros se
alternaban con casitas, con pueblos, con vestigios humanos. A la izquierda, el
mar con un "color crudo, pero de vegetal", según Dacia Maraini, era
de un azul profundo. Las nubes casi se habían asentado. Los campos de la isla
de los jazmines pasaban a gran velocidad frente a nuestras ventanillas.
Solunto y Termini Imerise
quedaron atrás. Un desvío a la derecha nos hubiera conducido a Enna y el
interior profundo de la isla.
0 comments:
Publicar un comentario