Carlos y yo continuamos la
visita por las capillas y estancias. De un barroco espectacular eran la que
ocupaba la virgen del Pueblo, que cuenta la leyenda que se extrajo del tronco
del algarrobo bajo el cual dormía el rey cuando se le apareció la Virgen, o la
del Crucifijo que sirvió como tumba para los arzobispos de Monreale. Fue
encargada por el arzobispo español Juan Roano y albergaba un Cristo del siglo XV
que salía del costado de Jesé. Le acompañaban las esculturas de los profetas
Daniel, Ezequiel, Isaías y Jeremías. Las taraceas eran espectaculares.
Las tumbas de Guillermo I, padre
del benefactor de la catedral, y Guillermo II, las capillas de San Castrense y
San Benito, o el Tesoro completaron la visita antes de subir a los tejados. No
subí a ellos en mi visita de 1996. Las vistas sobre el claustro, la ciudad y la
campiña que se prolongaba hasta el mar merecía la pena.
Para terminar de admirarse había
que visitar el claustro, de “líneas airosas y decoraciones agraciadas”, como
escribió a principios del siglo XX el viajero W. A. Paton. La sucesión de arcos
ojivales se apoyaba sobre columnas dobles decoradas con mosaicos geométricos de
diversas tonalidades. Los 216 capitales eran una obra maestra de la escultura
románica de la isla. Reflejaban escenas religiosas y paganas, la caza, la
vendimia o la guerra. En una esquina resaltaba el claustrino, con su agradable fuente. El lugar ayudaba a reflexionar
o dejar vagar la mente y el espíritu. Caminamos lentamente apreciando los
detalles, pequeños animales en la base de las columnas, sobre el plinto.
De aquella primera visita he
conservado un libro sobre la catedral que reviso de vez en cuando para mantener
vivo el recuerdo de esa deliciosa iglesia.
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