Rumbo hacia el embarcadero y la
pequeña presa de santo Estevo, nada más pasar ésta, un breve mirador regala una
espectacular vista sobre el río y un amplio circo de montañas. No quiero liarme
y la sensatez se impone. Doy la vuelta hacia Santa Cristina.
No será aquél el único mirador
que me ofrezca el recorrido. Ya en el concejo de Paradas do Sil se localiza el miradouro da Columna. Un perfecto
meandro y la concatenación de curvas se combinan con un viento intenso,
bíblico, algo molesto pero que le da una intensidad especial al paisaje. No es
de extrañar que hayan instalado varios parques eólicos. La carretera OU-0508 es
un lujo de espectaculares miradores. Vuelvo a parar en el de Cabezoá. La
montaña con forma de cabeza corta el paso al río, que no tiene otro remedio que
hacerse a un lado. Atisbo una aldea, contemplo los campos.
La bajada hacia el monasterio de
Santa Cristina de Ribas do Sil continúa la tendencia de excelentes miradores,
como un vía crucis paisajístico que nos conduce a la meditación.
Todo hace pensar que estuvo el
hermoso lugar habitado por ermitaños desde tiempos imprecisos. El aspecto
actual se debe a los benedictinos. Incrustado en un bosque de castaños, tuvo un
papel similar a Santo Estevo, del que pasó a depender en 1508, lo que supuso el
inicio de su decadencia. La Amortización lo llevó a manos privadas y a
convertirse en una explotación agraria.
Coincido con una pareja y una
niña pequeña que se entretienen con un pequeño y singular santuario instalado
en un castaño.
Me fascinan los castaños de la
Ribeira Sacra. Tienen algo mágico, sobrenatural. Me traen a la mente El bosque encantado y al bandido
Fedetestas. Es como si les hubieran robado la copa y no les hubiera interesado
un tronco algo rechoncho con protuberancias, sin la esbeltez que quisiera el
supuesto ladrón de ramas.
Su piel es rugosa y en algunos
casos su tronco aloja un hueco por el que asomarse al mundo y contemplar de una
forma singular el bosque que les ha dado cobijo, el que es su casa, su hábitat,
si quieres ser más técnico.
Son gigantes derrotados, o
pasmados mientras los escrutas para que creas que están estáticos, que no
hablan, que no tienen una vida plena y que no conversan afanosamente entre
ellos mientras paseas. Si huelen humanos se quedan quietos y simulan que no se
mueven, como marca el guión, como se espera de ellos.
Son ancianos fantásticos que
inspirarían criaturas singulares a Tolkien o, sin ir más lejos, a D. Wenceslao
Fernández Flores, que supo entenderlos mejor que nadie. Incluidos en un cuento,
lo transforman en mágico, resucitan sus mejores cualidades y dan la talla a
cualquier escena. Tienen tablas, tú me entiendes.
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