También fue en la segunda
visita, y en compañía de Amparo, José Luis y Carlos, cuando realizamos una
travesía por los cañones del río Sil. En esa zona se abre paso por unos
hermosos meandros de altos y encrespados paredones. No tuvimos que esperar
mucho. Parecía que el barco estuviera pendiente de nuestra llegada para partir.
El día era claro, las nubes
blancas y sin trazas de lluvia, y el sol calentaba tímidamente. La brisa rizaba
la superficie del agua.
La mayor curiosidad eran los
viñedos apostados en las cuestas, lo que había provocado que estuvieran en
bancales asumamos al río. Con esas uvas se obtenían los famosos caldos de la Ribeira
Sacra. La producción era pequeña y la calidad estupenda.
El barco se puso en movimiento a
una velocidad pausada: había que disfrutar del momento. Las laderas estaban
tapiadas de verdor, de pinos, sobre todo. Las peñas se abrían paso en el bosque
exhibiendo músculos de piedra. El río iba bajo de cauce y dejaba un escalón sin
vegetación.
Al pasar cerca de uno de esos
viñedos verticales comprobamos cómo realizaban la vendimia: descolgándose por
el talud y recolectando las uvas en barcas cuando no había otra opción por lo
abrupto y salvaje.
El paso se fue estrechando
pasados unos giros de la embarcación. Lo observábamos desde parte alta, que se
convertía en un buen mirador. Busqué con la mirada un camino o una carretera,
el lugar donde se indicaban los miradores que había utilizado para asomarme a él.
Pero la vegetación era densa, casi impenetrable. Los cañones guardaban celosamente
su tesoro.
El cielo se fue cerrando de
nubes negras que cubrieron los esfuerzos del sol. Luego juguetearon el sol y
las nubes. En algunos tramos, las rocas dominaban el paisaje y dejaban poco
espacio a árboles y matorrales.
El tiempo pasó sin darnos
cuenta.
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