Fer, la novia de mi sobrino Pepe,
me había aconsejado, entre las curiosidades de Orense, las termas. Me he traído
el bañador, que he dejado en el hotel. Como me meta en aguas termales me
quedaré sobeta sin remedio.
A la derecha del ayuntamiento tomo
la calle que marca un indicador hacia As Burgas. Bajo por la calle del mismo
nombre y en una plazoleta encuentro una piscina al aire libre donde se baña un
grupo de gente. Son las termas municipales, las gratuitas. No están
masificadas. Los usuarios permanecen arrimados al borde y dejan que las aguas calientes
y mineralizadas les tonifiquen. Sinceramente, me da envidia.
Un poco más abajo, la fuente
originaria mana el agua vaporizada. Es una fuente de piedra, antigua, con
solera, como corresponde a uno de los símbolos de la ciudad.
Tres cousas hai en Ourense,
que non as hai en España,
O Santo Cristo, a Ponte Romana,
e as Burgas fervendo auga.
Ya las he completado.
Mientras espero para fotografiar
la fuente se acerca un señor mayor y se moja una mano, recoge un poco de agua y
la lleva al rostro. Más concienzuda es una señora, más mayor, que hace una
pseudoablución. Sólo le falta persignarse con esa agua, que por sus saludables
condiciones sería asimilada a agua bendita.
Me da un cierto miedo quemarme y
no me dejo purificar. Yo me lo pierdo, tonto de mí. Donde fueres, haz lo que vieres.
Mis alumnos me han confiado otras
alternativas que he leído en otros lugares: las termas de Chavasquieira, las
de…
Como el tiempo lo permite, la
ciudad se puebla de terrazas que aprovechan cualquier espacio. Las de mayor
encanto son las que ocupan los recovecos de la ciudad antigua, plazuelas entre
monumentos, recodos, plataformas que equilibran las cuestas. Las mesas y las
sillas, ocupadas por la población de la ciudad, invaden los espacios para
deleitarse.
Me provocan un problema de
elección ya que cualquiera de ellas es un observatorio privilegiado sobre el
continuo devenir de paseantes, unos peregrinos de corto recorrido. Supongo que
aún estoy en el Camino de Santiago. En un salto ganarían el jubileo, pero se
empeñan en no salir de la ciudad.
Las terrazas son lugar
preferente para fumadores, a los que se veda el interior. En el exterior se
consume más café e infusiones que refrescos, vinos y cervezas. Hasta que la
hora pide el cambio y se salta al bebercio.
El ambiente es distendido. No se discute. Las risas priman sobre los malos rollos.
Después de un poco de turismo
hago una parada en la plaza Mayor y me incorporo al elenco de actores del mundo
de las terrazas. Desde mi mesa domino la plaza, inclinada hacia la Casa do
Concello, el ayuntamiento. La plaza regala un amplio espacio libre. Fue lugar
de fiestas, ferias y mercados.
Me sitúo al lado de cuatro chavalitas
muy monas que hablan de novios, de rolletes, de flechazos y amoríos.
Continuamente se echan el pelo hacia atrás mientras lanzan un discurso de lo más
pijo. Es gracioso: regreso a la edad del pavo.
El camarero me pregunta si
quiero la coca-cola fría y si quiero hielo. Aún se aguanta fría.
Escribo un rato, con la
antena puesta. Los de mi derecha, dos matrimonios y un niño, tienen una
conversación intrascendente. Me concentro en los figurantes que entran y salen
de escena. Al otro lado de la plaza, un tren turístico (de las Termas) que habrá
terminado su jornada. ¡Cómo se copian las atracciones las ciudades y los
pueblos!
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