El
archivo de Egipto, de Leonardo Sciascia, se inicia con el examen
de un códice en árabe por el embajador de Marruecos, que acaba de sufrir un
naufragio en las costas de Sicilia. El obispo Airoldi se lo ha pedido y como no
sabe árabe recurre, para entenderse con el embajador, al fraile Giuseppe Vella.
Aunque el dignatario marroquí
afirma que se trata de una más de las vidas de Mahoma, Vella traduce que el
libro narra la conquista de Sicilia por los árabes. Monseñor, emocionado, le
encarga la traducción. El problema es que Vella sabe poco árabe. Pero, no
importa, ya que se dedicará a la impostura y creará su particular historia de
los musulmanes de Sicilia. La falsificación le obligará a estudiar lo que ya se
sabía y le ofrece la posibilidad de ascender en la Iglesia y en la sociedad, ya
que muchos nobles quieren trazar sus raíces con esa época o temen que el libro
los deslegitime.
Los árabes, que conquistaron la
isla en 831, trajeron la seda y la caña de azúcar, nuevos cultivos y nuevas
técnicas para trabajar la tierra, los regadíos, un buen puñado de palabras y
algunas costumbres. Es complicado encontrar otras huellas de esa estancia de
algo más de dos siglos en Sicilia.
En lo arquitectónico, sus
mezquitas fueron sustituidas por iglesias y sus fortalezas y castillos
cambiaron de dueño y fueron adaptadas a los nuevos usos de la guerra y a las
nuevas técnicas de asedio. También dejaron su impronta en el estilo
árabe-normando de algunas iglesias y catedrales. Los invasores, más fuertes en
el campo de batalla, aunque inferiores culturalmente, adoptaron el arte
existente a sus necesidades. Muchos musulmanes trabajaron en la construcción de
templos cristianos.
Cuando paseas por Kalsa, frente
al puerto, estás en un antiguo barrio árabe. El propio nombre lo es. Por eso,
no es extraña la alegría del obispo al comentarle Vella que el libro trata de
la historia de los musulmanes de Sicilia, un periodo poco estudiado o poco
difundido entre el gran público. Quizá, incluso, haya ocurrido como en España,
en que ese periodo era marginado en el colegio como algo ajeno que tardamos
ocho siglos en expulsar, cuando realmente es parte de nuestra esencia. En
Sicilia, ese periodo fue menor que en España, lo que explicaría esa cierta
ignorancia.
No dejes de leer el libro de
Sciascia, que es un escritor siciliano: tiene su gracia.
En mi primer viaje, en agosto de
1996, mi hotel (el Joly, actualmente el NH Palermo) estaba en Kalsa, el barrio
de los elegidos, que esa sería la traducción del término. Era el barrio de la
aristocracia musulmana. Se asomaba al mar desde Foro Itálico, cerca del
Botánico, al que me acerqué una tarde. Por encima de la muralla asomaban
algunos vistosos edificios. Realicé una primera incursión que dejé reflejada en
mis notas de aquella época:
El
primer edificio es una torre de piedra de aspecto sólido. Es la Puerta de los
Griegos, que atravieso por un arco donde reina un poco de frescura. Aprovecho
para observar la plaza de la Kalsa. En el centro de la plaza unos niños juegan
al fútbol sin importarles el calor pegajoso y agobiante. Al fondo, la Iglesia
de Santa Teresa de Kalsa, una hermosa iglesia barroca con una fachada
exquisitamente tallada. Más a la derecha, una calle sin mucho tráfico, invadida
por mesas donde varios grupos de cincuentones aprovechan la sombra de uno de
los edificios para jugar a lo que en España sería el mus o el dominó. Todas las
casas de la derecha, de una sola planta, muestran un aspecto lamentable, sin
pintar, con el revoco caído, con las puertas y las ventanas de madera
totalmente desconchadas. En la esquina, un contenedor de basura, repleto,
expulsa un olor pútrido, de descomposición de alimentos por el sol y el calor,
y atrae la visita de moscas que realizan un vuelo rasante e insistente
acompañadas de unas avispas que dan miedo. La zona parece los restos de una
ciudad bombardeada, con escasos muros en pie y varios roídos por la metralla,
las bombas o la desidia de los vecinos. No hay rastro de seres humanos, lo que
da una sensación más sobrecogedora. Continuar conduciría a una ratonera, a una
trampa, a una emboscada donde un grupo de palermitanos con navajas me dejarían
sin un duro.
No quedé demasiado mal impresionado ya que regresé por la noche, después de cenar, a ese trazado medieval y caótico que se puede apreciar en varias zonas de la ciudad. Las plazas eran de todos los tamaños y formas geométricas y combinaban palacios e iglesias con casas casi insalubres que exhibían con orgullo la ropa interior de sus ocupantes, que aguantaban como podían el calor sofocante con un ventilador y un poco de buen humor. Muchos habían sacado las sillas a la calle en una escena costumbrista atrayente. No recuerdo haber sentido peligro.
Me asomé a los patios y me llamaron
la atención las hornacinas religiosas. Quien rezaba un Ave María ante una de
ellas conseguía una indulgencia de cuarenta días. Caminé por ese galimatías de
callejuelas y plazas, logré identificar muchos de los edificios a mi regreso
con ayuda de los planos y las guías, y continué hasta la confluencia de calles
más hermosa.
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