Sorprendente: no me acordaba de
casi nada. Yo había cambiado mucho más que la isla.
No hubo incidencias en el vuelo
ni en el traslado a Palermo en el autobús. Años antes, mi maleta tardó en
salir, no aparecía el encargado del transfer y a punto estuve de sufrir un
choque frontal por la temeridad del conductor que me llevó al hotel. Esta vez
no ocurrió nada reseñable, aunque nos costó encontrar el hotel Dimora Annulina
en una pequeña y tranquila calle a un costado de la estación de tren. El hotel,
que quizá fuera un piso enorme reconvertido, estaba regentado por una señora de
unos cuarenta y tantos años y sus hijas (ni rastro de hombres), unas preciosas
jóvenes morenas de ojos claros que hacían gala de una timidez ensoñadora.
Era lunes, mes de agosto, el
calor era tremendo a la hora de comer. Las calles estaban casi vacías. Cerca de
la amplia plaza de Julio César encontramos un restaurante agradable donde repusimos
fuerzas con unos típicos spaguetti con sardinas y una refrescante cerveza. El
camarero, amable, simpático y diligente intentó engañarnos con la cuenta y se
mosqueó cuando le pedimos que la rectificara. Nos negó el saludo en la
despedida y la sonrisa desapareció para no volver. Poner en duda su honestidad
era una afrenta que no estaba dispuesto a soportar. Aunque le costara la
propina. Los sicilianos son gente de honor.
Teníamos una tarde completa por
delante así que atravesamos la plaza de Julio César, que nunca estuvo en la
isla, y nos internamos por via Roma,
la calle que había sido trazada entre 1894 y 1936 como principal eje del casco
antiguo, al estilo de la Gran Vía de otras ciudades. Era una calle recta que
partía el barrio de Kalsa y abría la posibilidad de infinitos desvíos a derecha
e izquierda por el laberinto de callejuelas. Ya habría tiempo para perderse por
ellas. Adentrarse en ese mundo urbano abigarrado nos concienció de que perderse
en Palermo es un premio. Lo mejor que puede ocurrirte es caminar sin rumbo,
dejarte sorprender, que sea la ciudad la que te sorprenda. Si la ciudad no te
admite en sus interioridades más íntimas, en su alma, no podrás penetrar en su
esencia.
El paseo hasta el cruce con
Vittorio Emmanuelle, que subía desde el puerto, no deparaba grandes monumentos
pero sí algunos edificios de buen porte necesitados del cariño del revoco,
algunas plazas con tipismo y estrechas calles que eran una incitación a lo
desconocido. Optamos por lo fácil y llegamos al cruce más famoso de la capital:
Quattro Canti.
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