Monforte es propicia a las
nieblas. El valle rodeado de montañas las garantiza y deja un ambiente helado,
húmedo, espectral. La ciudad alta se esconde tras ellas.
La plaza es amplia y resalta aún
más extensa por el volumen del colegio, que sigue en uso, aunque ya no bajo la
tutela de los jesuitas. Son los escolapios los que lo regentan. Es increíble
que en siglo XVII se construyera un edificio tan enorme para una villa de unos
quinientos habitantes. Desde luego, alguien tuvo que influir poderosamente.
Fue don Rodrigo de Castro
Osorio, arzobispo de Sevilla desde 1581 a 1600 quien promovió su construcción. Contaba
70 años cuando se iniciaron las obras. Nunca lo vio terminado. Como veneraba a
la Virgen de la Antigua, dedicó el colegio a la misma.
He aparcado donde antes se
ubicaba una huerta del colegio que se cedió al ayuntamiento, junto con una
edificación baja perpendicular al mismo, a cambio de arreglar el tejado, que
estaba destrozado. La Casa de Alba, a la que pasó la propiedad del inmueble
desde 1770 por herencia, carecía de la liquidez suficiente para repararlo a su
costa.
Me planto a bastantes metros de
la fachada para adquirir la perspectiva necesaria. Mide aproximadamente 110
metros, la mitad que la del monasterio de El Escorial. Su estilo es también
herreriano, con algunas variantes. Dicen, incluso, que uno de los discípulos de
Herrera trabajó aquí. Domina la fachada un soberbio escudo con el Toisón que
ocupa el lugar donde estuvo el de los jesuitas. La expulsión de los jesuitas
por Carlos III supuso la eliminación de todos los signos de esta orden
religiosa. Un nido de cigüeñas se ha apropiado de la zona más alta. Asoma la
cúpula de la iglesia detrás.
Me entretengo con el guía. Me
pregunta por mi procedencia, acierta sobre mi barrio y charlamos sobre colegios
religiosos en Madrid. Los conoce perfectamente. El colegio es concertado. Hace
ya algún tiempo que se cerró el internado. No imparten bachillerato, por no ser
concertado (cuando lo visito) y resultar antieconómico. Esperamos unos
instantes en buen diálogo por si apareciera algún otro visitante. No lo habrá.
La primera sorpresa del interior
es una escalera de tres tramos en granito de un color más claro que el de la
fachada. Es de un equilibrio peculiar. Hasta estudiantes de arquitectura se han
interesado por ella. Cada escalón es de una pieza, soberbias.
El patio recuerda a un claustro.
Aún mantiene el pozo en medio. La cúpula y el campanario se evidencian. Las
diferentes tonalidades de piedra informan de las distintas épocas de
construcción. Le pregunto a mi amigo acompañante si mantiene simetría con otro
patio contiguo. Me acompañará hasta el otro lado para mostrarme un hangar un
tanto antiestético pero muy práctico como polideportivo. En ese momento, se
inicia la salida al recreo y los patios y pasillos se inundan de niños de
edades variadas. Es el momento de visitar la iglesia.
Su estructura es sencilla, una
nave con capillas laterales. Al elevar la vista, encuentro unos magníficos
ángeles adosados a las pechinas. Desgraciadamente, a dos de ellos les falta un ala.
Se cayeron por el terremoto de Lisboa de 1755, que causó algunas grietas.
Caminando hacia la entrada me muestra un Cristo de una pieza de mármol que fue
rechazado por el rey, pero no por el cardenal don Rodrigo. Quizá era demasiado
atrevida su ejecución para la época.
La otra gran pieza de una de las
capillas laterales es un cuadro de la Adoración, de Hugo Van Der Goes. Ya me
advierte que el original fue subastado para financiar otras obras. Su destino
fue Berlín. A consecuencia de un acuerdo, los nuevos dueños regalaron una copia
que es la que se exhibe en la iglesia. Elevo la vista hacia el coro y localizo
dos figuras bien talladas en los lados.
El púlpito es de madera oscura y
lo sostiene un águila. Uno de los cuadros del púlpito representa al obispo. Me informa
mi compañero de la utilidad del tornavoz, que era el altavoz de la época.
Continuamos hacia el retablo.
Al lado izquierdo de la cabecera
se encuentra el cardenal en posición orante. A la derecha, la imagen de la Virgen
de la Antigua de Sevilla, a la que está dedicado el colegio.
La peculiaridad del retablo es
que no está dorado. Nos preguntamos si fue esa la intención de quien lo realizó
o es que no alcanzaron los dineros para lograrlo. Es obra de Francisco de
Moure. Son seis excelentes paneles con escenas de la vida de la Virgen. Me
señala en dos de ellos a un obispo con quevedos, un guiño al buen humor. En la
base, las virtudes y los evangelistas. En el centro, la Virgen y San Ignacio.
Abajo, un templete con un Cristo.
La sacristía ha sido
reconvertida en museo. Por desgracia, los dos Grecos, las dos mejores piezas
del mismo, los tendré que ver en foto porque los han cedido a una exposición en
Japón. Los cinco cuadros de santos de Andrea del Sarto fueron restaurados por El
Prado. Completan el museo otras pertenencias del cardenal: libros, una imagen
de la virgen que le acompañaba en sus viajes, un tríptico, un guante, un
Cristo.
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