Con el coche atravieso la calle
del Agua e inicio la jornada viajera. No tardo en parar ante un viñedo desnudo
que se extiende hasta el infinito que permiten las montañas. Las viñas que
introdujeron aquellos benedictinos franceses a los que tanto hay que agradecer
y que tantas veces acudirán a nuestra presencia.
Soy devorado por la niebla. ¡Qué
miedo y qué placer! La combinación con altas montañas y profundos barrancos me
subyuga. Reduzco la velocidad más por otear el abismo restringido por las nubes
bajas o la imposible cubierta de piedra de los paredones enhiestos que se dejan
atravesar por túneles que comunican con viaductos.
Estas son tierras auríferas. No
están lejos Las Médulas, que tuve el placer de conocer hace unos años, que
explotaron los romanos, que dejaron como legado sus excelentes comunicaciones.
Aún perdura su presencia en la niebla, los espíritus de los legionarios que
continúan a la búsqueda del preciado metal.
Al cruzar a Galicia cambia el
escenario, se suavizan las montañas, levanta la niebla por poco tiempo, se
acopla el Sil al costado y, andandito, alcanzo el Barco de Valdehorras, que
conozco por un pleito que vine aquí a defender. Toda la zona es maderera, de
compactos bosques de castaños que plantaron los romanos para las minas y de carballos o robles que eran los
pobladores originarios. Poco eucalipto, menos mal.
Se suceden pueblecitos sencillos
de una arquitectura rural sugerente. Como hay varias travesías, da para contemplarlo
todo. Sobresalen las iglesias, los tejados de pizarra son constantes, las vigas
de madera, los balconcillos, los ventanales que alimentan de luz cuando ésta
escasea en invierno.
Los meandros encajados son el
reflejo de la lucha del río por abrirse paso hacia el mar o hacia otro río que
lo apadrine. Va con corriente. Quién pudiera dejar las obligaciones y
aprovechar el ambiente bucólico.
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