El protagonista absoluto de la
mañana es la niebla. Agarrada a la cima de las montañas circundantes aporta un
matiz de película de misterio. Es el perfecto telón de fondo para observar el
pueblo desde el puente. El río que escuchara la noche anterior aparecía ante
mis ojos con los mismos bríos. Las casas se definían mucho mejor. Con el
recuerdo reciente de un buen desayuno a base de tartas caseras, zumo y café, me
adentro por donde había acabado la noche anterior.
La calle del Agua era el mejor
exponente de la pujanza de la villa, que estuvo poblada desde la Edad de Bronce
y en época romana. Pero fue el comienzo de las peregrinaciones a Santiago lo
que la convirtió en lugar de asistencia a los peregrinos, especialmente a los
franceses. Los monjes benedictinos de Cluny fundaron el monasterio de Santa
María de Cluniaco en 1070, reinando Alfonso VI, el de la exención de portazgo a
los peregrinos. Sobre sus restos se levantó entre los siglos XVI y XVIII la
imponente colegiata de Santa María, que asoma por encima de los tejados de
pizarra.
El monasterio y los peregrinos franceses que allí decidieron establecerse conformaron un núcleo de población que se denominó villa francorum. Durante siglos, la villa tendría un corregidor para los francos y otro para las gentes del lugar, entre los que había judíos, gallegos y de otros lares.
El monasterio y los peregrinos franceses que allí decidieron establecerse conformaron un núcleo de población que se denominó villa francorum. Durante siglos, la villa tendría un corregidor para los francos y otro para las gentes del lugar, entre los que había judíos, gallegos y de otros lares.
La primera casa, frente al
hotel, es muy posterior a aquello. El escudo de la esquina ha sido eliminado
pero su prestancia ha permanecido. Son las ventajas de la piedra. Porque el
comercio local, los artesanos y las funciones administrativas trajeron dinero y
la riqueza se transformó en casonas y palacetes de vistosas fachadas con
apuestos balcones. Los escudos eran la seña de identidad de los dueños.
Me paro ante una con dos grandes escudos que asigno a la casa solariega de los Álvarez de Toledo, según la hoja que me han facilitado. No importa de quién sea. Es un claro signo de opulencia. Los escudos son de los marqueses de Villafranca, marquesado que se creó en 1486 para solucionar un pleito con el condado de Lemos. Con el tiempo, pasaría a los Medina-Sidonia y a la Casa de Alba.
Hago el trayecto por esta calle
con placer, escrutando las casas y las calles, el horizonte marcado por el
verdor de las montañas y el acompañamiento de la niebla. El frío es tremendo.
Me saluda alguna de las vecinas de la calle. Los coches pasan ajenos a la
hermosura.
Esta vez no me despisto y tomo
el camino del castillo, paso previo hacia la iglesia de Santiago. Los gruesos
torreones imponen. Una parte se habilitó como residencia. No se admiten
visitas.
La plaza cercana permite una
vista excelente de la iglesia de San Francisco, aquella que quedaba anoche en
lo alto. Leo que perteneció a un antiguo convento franciscano del siglo XIII y
que su portada es románica. En el interior, un artesonado mudéjar y las
imágenes de Semana Santa que habrán de esperar a otra ocasión. De telón de
fondo, como no podía ser de otra forma, la niebla.
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