Dicen que donde terminaban los
dominios de los Templarios se extendían los de los benedictinos. En varias
ocasiones me había hospedado en Ponferrada, tierra por excelencia del Temple,
pero no había seguido hacia la zona de influencia de los monjes negros. Mi curiosidad
exigía alcanzarlos.
Me maldije por no haber
preparado adecuadamente el viaje. Me había confiado y no había estudiado dónde
ir, ni siquiera había coordinado las estancias con los desplazamientos. Quizás
fue por dejadez o puro deseo de dejarme llevar, de impresionarme con lo que se
pusiera a tiro, de improvisar, aunque fuera a costa de perderme algo, de
saltarme alguna joya oculta.
Me apacigüé con la entrada en el
hotel. En recepción me dieron la bienvenida con una sonrisa, con cariño, que
era lo que necesitaba. El cariño era la lógica consecuencia del encanto del
lugar. La casona del siglo XVI bien reformada había heredado el encanto que le
habían insuflado sus dueños. Yo, viajero solitario, pensaba que el toque sutil
de una mujer era evidente. Los detalles estaban muy cuidados, como sólo lo
aprecian las mujeres.
Me dieron la habitación número
13, mi número de la suerte. Me relajé tras el polizón de kilómetros. El cuerpo
me pedía abandonarme pero el deseo de conocer Villafranca del Bierzo pudo
conmigo. Antes de que no pudiera moverme salté de la cama.
Pregunté en recepción y me
remitieron a un restaurante con encanto, de los mismos dueños. Sin embargo, no
trataron de convencerme: me lo ofrecieron como una alternativa más. Me
convencieron.
Crucé el río Burbia, oteé el
Valcarce, me asombré con su fuerza y alcancé Casa Méndez. Cómo no, una nueva
sonrisa sincera.
Era temporada baja: pocos
vehículos, apenas gente, la iluminación de los monumentos extinguiéndose a las
diez de la noche. El pueblo languidecía. En el interior del restaurante dos
mujeres charlaban animadamente. No alteraron su ritmo de parloteo por mi
presencia. Más tarde, entró una pareja feliz por cenar juntos por San Valentín.
Tomé un menú. La empanada de
carne ocupaba todo el plato, un plato enorme. Con eso ya hubiera cenado. Los
pimientos rellenos de bacalao eran pura gula. Me sentí satisfecho al pecar de
esa manera. Me lo había ganado.
Me hizo gracia que el
restaurante ocupaba la antigua casa de la guardia, a un lado del río, cerca de
la confluencia de los dos ríos que atravesaban el pueblo. Al otro lado, estaba
mi hotel, La Posada de las Doñas, también denominado Las Doñas del Portazgo.
Los mismos dueños dominaban los dos extremos del puente y, porque ya no se
estilaba, pero hubieran seguido cobrando el portazgo por cruzarlo. Quizá el
tributo era ahora la comida o la estancia. Todo quedaba en familia. Por cierto,
una cédula de Alfonso VI de 1072 eximía a los peregrinos de pagar portazgo.
Caminé atravesando el silencio y
la oscuridad de la noche, adivinando las formas de los edificios. El convento
de la Concepción estaba junto al Camino de Santiago. Me hice peregrino durante
unos pasos. Cruzado el río, lo abandoné y me decidí por subir unas escaleras
hacia la colegiata de Santa María, el jardín y el convento de San Nicolás el
Real. Seguí hasta la Plaza Mayor. En el único local abierto entraron tres
mujeres con aspecto de turistas. Comprobé que Villafranca era una población
alargada y escalonada en la confluencia de dos ríos y rodeada de montañas.
No hay nada como equivocarse,
porque de otra forma no hubiera conocido un sector del pueblo. Mi instinto me
traicionó y en vez de la calle Santiago me alejé por la Rúa Nueva. Al topar con
la antigua N-VI fui consciente del error. El premio de consolación fue el
monasterio de la Anunciada y su soberano ciprés de 33 metros y cuatro siglos
que se elevaba sobre el muro.
Me llamaron la atención los
carteles de “se vende”, prueba de que la zona estaba en recesión. Dos chimeneas
me recordaron el pasado minero de la villa.
Lo que más me gustó fue la calle
del Agua o de Ribadeo, la calle del hotel, la señorial de las mansiones y los
escudos, la de piedra y balcones, la que traté de fotografiar sin luz. Confié
en un repaso por la mañana.
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