El neón encendido de la
fachada del Mercado de Abastos que da a la Plaza de la Constitución lo expresa
claramente: Feliz Ramadán.
El Ramadán tiene algo de
Cuaresma, de meditación, de sacrificio por el ayuno obligatorio, de sala de
espera para un acontecimiento. Los fieles limitan su actividad al mínimo
mientras el sol reina sobre la tierra. Con su viaje hacia un nuevo día por los
campos de la oscuridad se alza el veto al movimiento, se come, se invade la
calle. Sin embargo, la impresión que tengo es la inversa: fluye la gente por
las calles en la mañana y se recogen para el contacto con Dios a través de la
oración en el ocaso, tempranero en esta época del año. Hay una contradicción
cuya causa desconozco. Puede que el sincretismo haya provocado que se inviertan
los hábitos en este pedazo peculiar de España y África.
Los bares y los
restaurantes están a medio gas. El Parque Marítimo duerme con las puertas de
sus locales cerradas. En los cafetines se reúnen los cofrades y por la calle pasean
chilavas y pañuelos que ocultan el pelo. Cumplen con la vestimenta tradicional,
pero están violando la tradición religiosa.
Ceuta es una ciudad
atractiva en traje de noche. La soledad se compensa con una iluminación suave y
acariciante. La iluminación es el maquillaje de las pequeñas irregularidades de
las fachadas o el potenciador de sus virtudes.
La ciudad goza de buena
salud cultural. Teatro, música, conferencias, deportes y continuas actividades
ofrecen distracción a los ciudadanos. Hasta un pequeño festival de jazz. Aunque
la ciudad duerma en este mes de noviembre no es así durante las fiestas de
Carnavales, Semana Santa, San Antonio o las Patronales. Porque si no hay
distracción la juventud tendrá que marcharse.
Tengo la mala suerte de
encontrar la mayoría de los sitios cerrados. Me limito a caminar por las calles
silenciosas y tenuemente iluminadas.
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