El eje principal de Ceuta
es Revellín-Camoens-Calle Real. Realmente es la misma calle que cada vez que se
quiebra cambia de nombre. Los principales negocios, comercios y oficinas están
en esta arteria o a dos pasos en uno de los callejones, calles o recodos que
ascienden hacia la derecha o que se precipitan hacia el mar por la izquierda.
Divide la parte alta y la parte baja.
Empieza en el Edificio
Trujillo. El Trujillo es una construcción señorial, con empaque. Se asoma a la Plaza
de la Constitución con sus dos torretas, su aspecto limpio, su tradición
andaluza, la solera de casi un siglo de existencia.
El trasiego de gente es
continuo. No parece influir mucho el Ramadán. Se observan muchas chilavas.
Esta arteria conducirá
mis pasos hacia los negocios de los alumnos. La patearé a conciencia, varias
veces.
Al turista se le reconoce
por mirar hacia arriba y a los lados, escasamente al frente. Ese será mi sino
durante los cuatro días. Claro, que con chaqueta y corbata y la cartera en
ristre debo dar una imagen peculiar, de inspector despistado.
La primera visita es en
la Calle Mina. Donde Camoens se transforma en Calle Real, un poco más allá, por
Trujillo, bajo a mano izquierda. Las construcciones no tienen ningún interés,
con lo que no aconsejo esta variante.
De regreso me asomo a las
tiendas. Abundan las perfumerías y las tiendas de electrónica. Sin embargo, me
costó encontrar dónde comprar un desodorante normal, un cepillo de dientes,
pasta dentífrica, de afeitar y maquinillas. Traje el neceser, pero no lo llené.
También he olvidado los gemelos. Un desastre. Aconsejaré a mis alumnos una droguería
como nuevo negocio.
Ceuta es una ciudad
dinámica, cambiante, evolutiva. Comparo las imágenes de la guía que he comprado
-la de Everest de 1990, casi nada- y compruebo que ha seguido una evolución
similar a la de otras ciudades españolas: peatonalización, espacios abiertos
que entierran el horror vacui, minimalismo en la decoración.
La cuesta es constante.
Asciende el Revellín, la zona peatonal, las tiendas, el tráfico. Una
peregrinación agradable en cualquier momento del día y de la noche. Cuando
llega, unos pequeños arcos en el suelo proyectan una luz tímida y seductora
sobre el suelo.
La peregrinación se hace
algo más incómoda en la confluencia con Padilla y Méndez: vuelve el tráfico.
Cerca, el pequeño recodo que recuerda a un héroe, el Teniente Ruiz. Y el
recuerdo de los vecinos al otro lado del Estrecho, la Tertulia Flamenca. El
edifico es vistoso. Dos medallones con rostros adornados de flores con toque
modernista presiden la puerta y la ventana. Sobre aquella, una antena
parabólica. Una selva de cables atraviesa en horizontal la fachada. Junto a la
ventana, cubierta con una reja sencilla y las hojas de una planta, un
descomunal aparato de aire acondicionado. Dos farolitos negros se comportan
seriamente en la pared.
Me acerco a la peculiar
entrada. Una de las dos hojas está siempre abierta. Como soy curioso caigo en
la tentación de asomarme. Los muros están cubiertos de fotos en blanco y negro con
los otros héroes, los del cante.
Un poco más abajo, en el
Restaurante Dakota, saboreé un buen salpicón y un pescado local exquisito. Otro
refugio culinario lo encontré en la calle Antíoco, a cuatro pasos en dirección
al mar: El Pescaíto Frito. También pescado y marisco. Dos sabios consejos del
personal de la Confederación.
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