Cruzo la vía rápida. El
Paseo de las Palmeras queda a mi derecha, en lo alto. Brilla la fachada
amarilla y blanca del Santuario. Las palmeras adornan con su melena lacia.
Sobre el muro asoman algunos de los edificios más soberbios de Ceuta. Fachadas
de postín de balcones plenamente españoles, como los de las grandes avenidas de
la Península.
A la izquierda, el
puerto. Una parte se ha reconvertido a puerto deportivo, muy activo. Las
embarcaciones duermen la siesta.
Me introduzco por el
pequeño laberinto que es el Pueblo Marinero, un conjunto de restaurantes de
tipo medio en el letargo del otoño. Algunos están cerrados y permanecerán así
hasta que las estaciones cálidas los saquen de su sueño. No es atractivo el paseo.
La promesa de animación que reza en alguno de los folletos leídos se esfuma.
Reina el silencio y la ausencia. No excita mi curiosidad. Busco la salida.
La tapia con la que topo
no tiene fisuras. Es la del Parque. La puerta secundaria está cerrada. Me asomo
por la verja y contemplo un lago solitario. Es como si caminara por una ciudad
fantasma.
En el lugar más apartado
me encuentro con una pareja de hombres de raza negra. Cruzamos las miradas. Los
ojos enrojecidos muestran temor y una conjuntivitis que se corregiría con unas
gafas de sol. Casi siento el mismo miedo. Los controlo con el rabillo del ojo.
Ellos se marchan en dirección contraria.
Alargo el cuello y no veo
gran cosa. Rodeo la tapia que tiene algo de fortaleza. Me mentalizo a que todo
lo que captaré es un instante. Subo al Paseo de la Marina Española, un paseo
marítimo al que le han alejado el mar unas decenas de metros y atisbo por
encima del perímetro que cierra el Parque del Mediterráneo.
La puerta está abierta.
Por probar que no quede. Los tornos están cubiertos y no se mueve un alma. En
la taquilla una señorita no sabe si hacer valer su autoridad y no dejarme pasar
para evitar problemas o apiadarse de mi aspecto turístico y hacer la vista
gorda. Me invita a pasar. Pido una entrada. Mueve la mano hacia dentro del
recinto. Comprendo el mensaje: no podría justificar la venta de mi entrada.
Aunque empiezo por la izquierda
hago una parada para contemplar el Casino. Es el elemento que divide los dos
lagos en que se organiza el Parque. La estructura marrón está inspirada en las Murallas,
como un homenaje a las mismas.
Bordeo una de las
piscinas que por su dimensión es un lago artificial. En el centro, una isla
plagada de palmeras otorga un sello tropical. Abundan las palmeras y se echan
en falta las personas, gente tomando el sol, chapoteando en la escasa
profundidad, niños correteando. Me quejaba de que en el Pueblo había pocos
sitios abiertos. Aquí están todos cerrados y sin esperanza cercana de que
cambie su suerte. El lugar de las personas lo ocupa el silencio.
Camino en el sentido de
las agujas del reloj bordeando la piscina. Las tumbonas están apiladas. Tampoco
hay sillas. Desde un extremo contemplo la fortaleza del Monte Acho sobre la
isla desierta. Otro toque militar lo diseñan las garitas blancas. Cuál sea su
uso es un misterio. Me gusta su toque morisco.
Junto a la reproducción
de las Murallas descansa un faro. Poco podrá dirigir a las embarcaciones desde
ese emplazamiento. Su reflejo en el agua es igualmente inútil e igualmente
hermoso.
Atravieso un puente de
madera. Entre las ramas sobresale una estructura de hierro inconfundiblemente
de Manrique, un artilugio que se alía con los vientos. El escaso aire que se
mueve zarandea algunas palmeras aisladas en las aguas. Lo interpreto como un saludo.
Hasta las palmeras son acogedoras en esta tierra.
Rodeo el otro lago. Una
persona sale de las taquillas y entretiene su caminar fijando en mí su vista.
Se introduce en el Casino. Yo entro en una exposición del creador, el canario
César Manrique, que murió antes de ver inaugurada su perla.
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