El Parador es un cuatro
estrellas algo decrépito. Es de aire anticuado, abandonado, de esplendor pasado.
Las tiendas de la galería comercial interior están cerradas. El mobiliario es
de otra época. Clama por una reforma. La habitación es amplia, pero sin
encanto. Empiezo a estar harto de hoteles desangelados en los que tengo que pasar
media semana. Prometo tocarlo sólo para dormir.
La primera sorpresa grata
es el pescado. Como un voraz, un pez local, fresco y jugoso, en el restaurante
del Parador. En la mesa de al lado dos chavalotes voluminosos y excesivamente
infantilones juegan y se pelean.
La Plaza de África la
cierran los edificios más emblemáticos de la ciudad: la Catedral, el Palacio
Municipal, donde está la Asamblea, el Santuario de Nuestra Señora de África, la
Comandancia y el Parador. La representación de los principales poderes: el
civil, el religioso, el militar y el turístico. La nueva vía que han abierto
entre el puerto y el Paseo de las Palmeras ha descongestionado este eje. En el
centro, el monumento a los caídos en la Guerra de África, que supongo que
desaparecerá si algún día pasa Ceuta a soberanía de Marruecos. Ninguna de las
etnias ni religiones ven con buenos ojos ese traspaso.
Las Murallas Reales
permanecen calladas. La parte más cercana al mar ha desaparecido con la
construcción de la carretera a Marruecos, con la calle Martínez Catena y con la
de Independencia. No hago demasiado caso a la Puerta de San Andrés. Está
cerrada y dudo que dé a algún lugar interesante. Tampoco la Puerta de la Ribera.
Al costado, mirando al mar, una imagen blanca de la patrona se encuentra
incrustada a la muralla como homenaje de una de las religiones a uno de sus
símbolos emblemáticos.
Siento miedo. Miedo a que
se escapen las palabras. Miedo a que se escapen las ideas. Miedo a que cuando
haya pasado la lancha entre los dos bastiones que conforman el foso navegable
no recuerde las sensaciones vividas, no recuerde los colores, el amarillo de
las paredes lisas, el azul del cielo, el gris oscuro de las sombras, el rojo y
gualda de la bandera que ondea a media asta. Es Día de Difuntos.
Me planto ante el canal
que convierte la península en isla. Desde la perspectiva actual, es un medio
ideal para comunicar las dos orillas. Antaño era barrera que sólo un puente de
madera comunicaba. Piedra y agua para impedir la invasión desde el continente.
La misma combinación hacía inexpugnable la ciudad de los ataques por mar. Nunca
tuvo que someterse. Su lealtad era tan firme como sus murallas. El honor no
puede suponerse con paredes tan altas. Está edificado en tierra firme y en la
profundidad de las aguas.
Ya no hay soldados que
guarden sus espaldas. Ahora patrullan por las almenas los de mantenimiento
arrancando las malas hierbas.
La guarnición es una
columna de palmeras de belleza estática. La única parada militar es la de los
profesores que esperan parados en la Plaza de Armas a que abran las puertas del
museo para un seminario. La Plaza, perfectamente enlosada, un espacio diáfano y
tranquilo, es el perfecto escenario para un espectáculo de luz y sonido. En la
paz, la arquitectura militar se mimetiza para el ocio.
He penetrado en el
conjunto por una puerta que impone. Desde que peatonalizaron la Plaza de Armas
el ambiente es silencioso. A primera hora de la tarde mucho más.
Subo hasta la
Contraguardia de San Javier. Los santos dan nombre a las fortalezas: el
Revellín de San Ignacio, el de San Pablo, enfrente el Baluarte de San Pedro, siempre
juntos ambos santos, el Baluarte de Santa Ana, el Frente de la Valenciana. Al
otro lado del Foso Marítimo, el Baluarte de la Coraza, y en el otro extremo, el
de la Bandera. La perspectiva es magnífica: la ciudad, el morrete de piedra que
alberga el club Caballa, dominando la Playa de la Ribera, donde pasean un par
de personas, Marruecos, más allá de la playa del Chorrillo y de un talud verde
de arbolado, el sol que se refleja y produce un efecto de espejo al que es
difícil mantener la mirada, el atisbo del puerto, el foso en que el agua ondea
por la caricia del viento.
Hacia África, más obras
que dependencias hermosas. Habrá que completar el trabajo para que el entorno
sea un conjunto atrayente. Del otro lado, el Parador se ha apoderado de las
bóvedas y ha convertido una parte del fortín en habitaciones.
Bajo hasta la zona más
cercana al Baluarte de la Bandera, paso ante el Centro Cultural Gallego. Vuelvo
a introducirme en la Plaza de Armas y la contemplo desde el extremo opuesto de
mi primera impresión. Salgo por González Tablas al extremo de los Jardines de
la Argentina.
El Baluarte de la Bandera
parece la proa de un gigantesco barco varado, un petrolero de piedra que se
hubiera afincado en medio de la ciudad dividiendo la parte antigua del
ensanche.
En el Baluarte de los
Mallorquines han instalado la nueva oficina de turismo, un cubo moderno de
formas diáfanas. Debajo, asoman los restos unidos por el Puente del Cristo.
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