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Ceuta: cuatro mundos por descubrir 3 (2004)



El Parador es un cuatro estrellas algo decrépito. Es de aire anticuado, abandonado, de esplendor pasado. Las tiendas de la galería comercial interior están cerradas. El mobiliario es de otra época. Clama por una reforma. La habitación es amplia, pero sin encanto. Empiezo a estar harto de hoteles desangelados en los que tengo que pasar media semana. Prometo tocarlo sólo para dormir.

La primera sorpresa grata es el pescado. Como un voraz, un pez local, fresco y jugoso, en el restaurante del Parador. En la mesa de al lado dos chavalotes voluminosos y excesivamente infantilones juegan y se pelean.

La Plaza de África la cierran los edificios más emblemáticos de la ciudad: la Catedral, el Palacio Municipal, donde está la Asamblea, el Santuario de Nuestra Señora de África, la Comandancia y el Parador. La representación de los principales poderes: el civil, el religioso, el militar y el turístico. La nueva vía que han abierto entre el puerto y el Paseo de las Palmeras ha descongestionado este eje. En el centro, el monumento a los caídos en la Guerra de África, que supongo que desaparecerá si algún día pasa Ceuta a soberanía de Marruecos. Ninguna de las etnias ni religiones ven con buenos ojos ese traspaso.

Las Murallas Reales permanecen calladas. La parte más cercana al mar ha desaparecido con la construcción de la carretera a Marruecos, con la calle Martínez Catena y con la de Independencia. No hago demasiado caso a la Puerta de San Andrés. Está cerrada y dudo que dé a algún lugar interesante. Tampoco la Puerta de la Ribera. Al costado, mirando al mar, una imagen blanca de la patrona se encuentra incrustada a la muralla como homenaje de una de las religiones a uno de sus símbolos emblemáticos.

Siento miedo. Miedo a que se escapen las palabras. Miedo a que se escapen las ideas. Miedo a que cuando haya pasado la lancha entre los dos bastiones que conforman el foso navegable no recuerde las sensaciones vividas, no recuerde los colores, el amarillo de las paredes lisas, el azul del cielo, el gris oscuro de las sombras, el rojo y gualda de la bandera que ondea a media asta. Es Día de Difuntos.

Me planto ante el canal que convierte la península en isla. Desde la perspectiva actual, es un medio ideal para comunicar las dos orillas. Antaño era barrera que sólo un puente de madera comunicaba. Piedra y agua para impedir la invasión desde el continente. La misma combinación hacía inexpugnable la ciudad de los ataques por mar. Nunca tuvo que someterse. Su lealtad era tan firme como sus murallas. El honor no puede suponerse con paredes tan altas. Está edificado en tierra firme y en la profundidad de las aguas.

Ya no hay soldados que guarden sus espaldas. Ahora patrullan por las almenas los de mantenimiento arrancando las malas hierbas.

La guarnición es una columna de palmeras de belleza estática. La única parada militar es la de los profesores que esperan parados en la Plaza de Armas a que abran las puertas del museo para un seminario. La Plaza, perfectamente enlosada, un espacio diáfano y tranquilo, es el perfecto escenario para un espectáculo de luz y sonido. En la paz, la arquitectura militar se mimetiza para el ocio.

He penetrado en el conjunto por una puerta que impone. Desde que peatonalizaron la Plaza de Armas el ambiente es silencioso. A primera hora de la tarde mucho más.

Subo hasta la Contraguardia de San Javier. Los santos dan nombre a las fortalezas: el Revellín de San Ignacio, el de San Pablo, enfrente el Baluarte de San Pedro, siempre juntos ambos santos, el Baluarte de Santa Ana, el Frente de la Valenciana. Al otro lado del Foso Marítimo, el Baluarte de la Coraza, y en el otro extremo, el de la Bandera. La perspectiva es magnífica: la ciudad, el morrete de piedra que alberga el club Caballa, dominando la Playa de la Ribera, donde pasean un par de personas, Marruecos, más allá de la playa del Chorrillo y de un talud verde de arbolado, el sol que se refleja y produce un efecto de espejo al que es difícil mantener la mirada, el atisbo del puerto, el foso en que el agua ondea por la caricia del viento.

Hacia África, más obras que dependencias hermosas. Habrá que completar el trabajo para que el entorno sea un conjunto atrayente. Del otro lado, el Parador se ha apoderado de las bóvedas y ha convertido una parte del fortín en habitaciones.

Bajo hasta la zona más cercana al Baluarte de la Bandera, paso ante el Centro Cultural Gallego. Vuelvo a introducirme en la Plaza de Armas y la contemplo desde el extremo opuesto de mi primera impresión. Salgo por González Tablas al extremo de los Jardines de la Argentina.

El Baluarte de la Bandera parece la proa de un gigantesco barco varado, un petrolero de piedra que se hubiera afincado en medio de la ciudad dividiendo la parte antigua del ensanche.

En el Baluarte de los Mallorquines han instalado la nueva oficina de turismo, un cubo moderno de formas diáfanas. Debajo, asoman los restos unidos por el Puente del Cristo.

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