El primer recuerdo del
viaje son los pendientes de plata de la chica que me precedía en la cola de
facturación. El diseño de su adorno estaba inspirado en los de los bereberes
que había admirado a principios de año en Marruecos. Una mera coincidencia.
Quizá un anuncio. En el avión a Málaga tuve que estudiar lo que no había
estudiado en el puente. Robinsón Félix, el mulato que ocupaba el asiento del
pasillo -voy en el de ventanilla, vacante el intermedio- amaga la conversación
y desiste pronto. Se despide de mí al recoger su maleta. Yo salgo con prisa a
facturar la mía para el helicóptero.
El helicóptero se eleva
un palmo -o esa sensación tengo- y se empieza a desplazar de lado. Simula que
va a tomar la pista de despegue, se descarría y enfila hacia un grupo de casas con
vocación de pueblo o urbanización, cruza la montaña y se guía con la carretera
340, la que comunica la costa. De la montaña pelada pasamos a un bosquecillo,
de un lugar en obras a conjuntos de chalets, piscinas individuales, caminos en
zig zag, coches que se mueven como hormigas. El aparato emite un ruido
ensordecedor y vibra lo indecible. La vibración llega a mi interior y acompaña
la conmoción de esta experiencia primera. Se asienta bajo las nubes. Abajo,
sobre el mar, poco tráfico, aunque constante. En un punto, nos separamos de la
costa.
El mar se vuelve blanco.
Cuesta mantener la mirada. El reflejo del sol es potente. Vaticina un buen día.
El blanco sigue en el cielo. Las nubes son como gasas que han envuelto uniformemente
el horizonte. Sólo fijándose mucho se aprecia una ligera línea horizontal que
es el otro continente: África. Al encargado de escenografía habría que
premiarle.
Por la derecha, por mi
lado, se perfila Gibraltar, la Bahía, la cercanía que hace que ese fenómeno se
llame estrecho. El Acho de Gibraltar, el Acho de Ceuta, las columnas de
Hércules, Escila y Caribdis para Homero. Busco la forma de elefante que
anunciaba la web de Ceuta. Busco la silueta de Atlante, el monarca condenado a
soportar la bóveda celeste con su cuerpo. Nada, estoy poco inspirado. Calpe y
Abyla son referencias vacías. No me desespero porque se dibuja perfectamente el
entrante del puerto, la península del Monte Hacho con su fuerte, el istmo que
concentra la mayor parte de la ciudad, las sucesivas montañas y bahías hacia la
profundidad de Marruecos. Aterrizamos.
El helipuerto fue
inaugurado en enero de 2004. La obra la financió Fomento, no el municipio.
Hasta entonces, todo el que quiso arribar a Ceuta surcó el mar. Salvo un
pequeño grupo de privilegiados que utilizaba este mismo cauce y tomaba tierra
en las instalaciones militares. El trasiego en zona reservada no agradaba a
nadie. Los transbordadores, menos. El precio del helicóptero -205,56 euros- tampoco.
En la guía de 1990, que tengo en mis manos, el helipuerto militar era un medio
excepcional, sólo para situaciones de interés público. Hemos progresado. Es el
primer mundo que descubro. El más fácil de asimilar, al que pertenezco. Para
esto no hubiera tenido que desplazarme tan lejos.
La terminal es de andar
por casa. Esperamos un taxi. Frente a nosotros, un espacio abierto enlosado con
filas de árboles pequeños que forman una cruz. No es de extrañar que no haya un
alma. Es hora de comer y pega el sol. Los que la diseñaron debieron pensar en
alguna sombra más porque en esta zona los días de sol abundan más que los
nublados. Para jugar al fútbol es excelente. Es la Explanada de la Marina Española
y el recinto ferial.
El taxi toma Compañía del
Mar, la calle del Parque Marítimo del Mediterráneo y me deja en el Hotel La Muralla,
alias el Parador. Es un trayecto de pocos minutos. Lo ralentizan los badenes -los
"policías tumbados", como los denominan en Dominicana-. Me llama la
atención los pequeños grupos de subsaharianos ociosos, tanto en el paseo como
en la Plaza de África.
Nota: el plano es de Conoceceuta.com
Nota: el plano es de Conoceceuta.com
0 comments:
Publicar un comentario