Al Mirador de San Antonio
subo en taxi. Lo tomo junto al Mercado. El coche parece que se va a desmoronar.
Es un producto inequívocamente de desguace. Pero es el primero y no me cabe
otra alternativa.
El conductor no es
precisamente comunicativo. Es más joven que el volante que lleva. Es de cuerpo
inmenso y cabeza chiquitilla en proporción a aquélla. Cuando le pregunto de dónde
es me dice, entre orgulloso y mosqueado, que es de Ceuta, que allí nació. Es de
esa peculiar raza negra del Norte de África que posiblemente descienda de los
esclavos traídos del Níger y comprados en Tombuctú.
Tomamos por la zona
cercana al mar y nos plantamos ante las rampas del Monte Acho. El motor empieza
a blasfemar y el taxista imprime unos cambios agónicos. Las posibilidades de
que se cale el cascajo son enormes. Detrás nuestro se acumulan cuatro vehículos
que esperan pacientemente su opción para adelantarnos o se resignan a
contemplar el paisaje.
En el ascenso se han
agrupado varias urbanizaciones de chalets. Se habrán refugiado en estas villas
los que buscan menos agobio, más contacto con la naturaleza y un poco de
exclusividad. Tienen las mejores vistas, y las más completas, del municipio.
San Antonio eligió bien
el emplazamiento de su ermita. Está cerrada, pero atrae a inspeccionar sus
alrededores. La arquitectura es sencilla. Desde esta altura, más allá de los
árboles y los edificios, la silueta de “la perla colocada entre el pecho y la
garganta del mundo” se arracima antes de las montañas de Marruecos. Los diques
del puerto, el ferry, la zona residencial, el istmo estrecho que se adivina. Me
ayuda a revivir los lugares. Es un repaso. A la espalda, la masa forestal, la
inmensidad del Mediterráneo, un atisbo de fortalezas.
Esta perspectiva queda
como la síntesis abierta de mis vivencias.
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