Mi estancia durante
varios días y el motivo de la misma, trabajo, me convierten en un “tertium genum” de los paseantes de la
ciudad. No soy un residente, un arraigado habitante cuya vida gira en torno a
esta isla rodeada de mares y fronteras. Tampoco soy ave de paso que permanece
unas horas y sólo se impregna del tránsito o las compras. Pernoctar da un
perfil diferente.
Una línea regular de
ferrys comunica las dos orillas del Estrecho. Los 21 kilómetros se recorren en
un suspiro y son la preparación para un desembarco de unas horas, para un breve
recorrido y unas exóticas compras. Para ese visitante los monumentos no tienen
trascendencia. Es más la curiosidad lo que le ha traído hasta este enclave que
recuerda una presencia más activa en el pasado. Si tomara un taxi le harían un
recorrido de precio pactado con la Administración Local, se haría una idea y
podría decir que ha estado aquí. En la lista de destinos pondría una crucecita
y se olvidaría para siempre del lugar. Triste, pero razonable. Nunca habría un
vínculo sentimental.
Quizá porque he pasado
varias veces por los mismos lugares, he dialogado con sus gentes, no he
comprado nada, me he hecho eco de sus preocupaciones, me resulta más difícil
romper el vínculo, cortar el cordón umbilical. Entre esta ciudad y yo hay una
ligazón de cariño. Algo siento por ella.
Me pierdo hacia el Oeste,
hacia la ciudad nueva, más allá de la Murallas, por los Jardines de la
República Argentina y las amplias Avenidas de Barcelona y África. En el mapa
las referencias son poco atractivas: la Policía, los Bomberos, cuarteles,
institutos, alguna residencia. La Avenida de España se pierde paralela al mar.
La amplitud contrasta con
la concentración al otro lado del istmo. A la zona portuaria no me acerco. Como
no lo haría un turista accidental.
El Ensanche sólo atrae al
que ya ha caminado lo suficiente por las zonas más anunciadas.
0 comments:
Publicar un comentario