Designed by VeeThemes.com | Rediseñando x Gestquest

Cabo de Gata: desierto y mar 9. La playa de los Genoveses.


La honda noche retenía a la luna en el velo de una nube.
Y ya apuntaba el día con la primera estrella mañanera y ya la aurora
había descorrido la húmeda sombra por el haz del cielo.

El tránsito de la noche al día, que tan bellamente escribió Virgilio en la Eneida, el ciclo continuo de la alternancia de la luz y la oscuridad que marcaba el ritmo vital, dejó mi cuerpo descansado y preparado para una nueva jornada por las playas y las montañas del parque.

La impresión de aquella primera jornada era que el parque natural era un entorno virgen, salvaje, aún sin devorar por la vorágine del turismo, pero sumamente frágil. Ecológicamente era una joya y esa joya había que preservarla sin falta. Alguna salvajada se había cometido.


Desayuné tranquilamente en el hotel, preparé mis cosas como un moderno nómada y salí hacia la playa de los Genoveses. No encontré rastro de la carrera popular programada para aquel domingo. Tomé el camino del molino que me indicó la señora de recepción.
Los habitantes de la zona eran conscientes de su patrimonio y habían organizado una iniciativa popular de limpieza de las playas. De una furgoneta descargaban los elementos de limpieza. Después me daría cuenta de la cantidad de basura que recogían, a pesar de que era otoño, la afluencia de público era escasa y aparentemente las playas estaban inmaculadas. A esa hermosa causa se entregaban familias al completo. Aquellos chavales que participaban serían ganados -si no lo estaban ya- a la causa de la ecología, la buena educación y el civismo, algo de lo que España, por desgracia, andaba escasa.
Desde el aparcamiento hasta la arena de la playa se extendía una amplia zona de matorral que impedía que la tierra fuera arrastrada por el viento, que ya cobraba fuerza a esas horas. Eran pequeñas dunas sujetas al lugar por los anclajes de las raíces.
Seguí el sendero marcado por una barandilla baja de madera. Enfilaba hacia uno de los montículos, probablemente un cono volcánico extinguido. Por la falda avanzaban unas personas decididas a posicionarse en la punta. Hacia la izquierda, unos puntitos blancos marcaban los límites de San José, quizá las casas cercanas al mirador donde terminó mi paseo de la tarde anterior.
La arena de las dunas intermedias, más desprotegidas de vegetación, era fina. Cuando llegué a la orilla me quedé sorprendido con la extensión de la playa en forma de media luna. Estaba casi solitaria. Quizá de un extremo a otro seríamos media docena de personas. El espíritu salvaje reclamaba su espacio. La naturaleza reinaba sobre la virginidad del terreno.

No había chiringuito ni caseta alguna a primera vista. Probablemente en temporada hubiera algún bar instalado en una camioneta. Si necesitabas agua, mejor llevarla desde casa. Y, por supuesto, la basura viajaba contigo. Mantenimiento a cargo de los usuarios.
Las nubes se hicieron jirones y el mar ganó en oleaje. La espuma parecía el reflejo del cielo esponjoso sometido a los embates del aire. El mar era un elemento evocador. Con sus colores, que imitaban al de piedras preciosas, y a veces de amenazadores grises, en pasiva tranquilidad o en agitado movimiento como de loco enfurecido, era algo que removía recuerdos y sentimientos. Bajo truenos y relámpagos el panorama se hubiera transformado, ¡pero eran tan atípicos!

Una línea de árboles marcaba el extremo de la izquierda. Tímidamente asomaba una pequeña construcción blanca, casi plana. Al mirar hacia la derecha el contraluz se manifestaba en colores metálicos y grises, en una proyección en blanco y negro, monocromática, más dura y sin concesiones. Un espacio para ermitaños marítimos.
No tardé mucho en alcanzar otra zona de dunas petrificadas. El color blanco de la roca frágil las delataba. Sobre ellas, hacia el interior, matas de esparto saludando al viento.
Había acompañado, a cierta distancia, a una pareja joven con un niño y un perro. Me pareció que conocían la zona y que me conducirían a algún lugar interesante. No me equivoqué. El primer regalo del día fueron las dunas petrificadas y el segundo una vista completa de la bahía. Se llamaba de los genoveses por la procedencia de las tropas que desembarcaron en ella en 1147, leí en www.cabogataalmeria.com: “una flota de doscientas naves genovesas, que venían a unirse a las tropas de Alfonso VII, para conquistar la ciudad de Almería a los berberiscos, estuvo acampada en esta bahía durante al menos dos meses hasta que se produjo el ataque a la ciudad”. No consiguieron su objetivo y hubieron de esperar a finales del siglo XV para la conquista del importante puerto. En 1571 volvió a reunir una gran flota cuyo destino sería la batalla de Lepanto.

Se incrementó el viento, como si pretendiera que volara como una cometa o practicara windsurf o kitesurf, actividades propicias en la zona. Las olas redoblaban el genio embravecido del mar. Mis pisadas eran las primeras de la mañana, con permiso de los guías improvisados que me precedían.
Un búnker-o así me lo parecía-asomaba sus ojillos por una ranura de observación. Para sustraerle su carácter bélico le habían plantado una pintada que hacía las veces de flequillo improvisado. Puede que en la Guerra Civil o incluso durante la Segunda Guerra Mundial adquiriera protagonismo porque el lugar parecía ideal para desembarcos y, previsiblemente, para contrabandistas. El entorno era muy literario o cinematográfico, un lugar desierto con muchas posibilidades para guiones policíacos y de misterio.

El sol jugaba al escondite con las nubes. Con ese juego matizaba los colores grises y ocres del cabo que exhibía una dentellada geológica, un encalado o ensalitrado natural.
Mis compañeros de excursión decidieron subir el monte hasta un hito que lo coronaba. No creo que fuera una torre de vigía, más bien un mojón de señalización. La vista abarcaba todo el ámbito, pero el tiempo jugaba en mi contra por lo que me tuve que conformar con introducirme por el campo de pitas en formación de lanceros, los agaves y el matorral hasta unos vigorosos acantilados. Por las sendas hubiera podido alcanzar la playa de Mónsul.

Se respiraba libertad, espíritu salvaje, simplicidad, sencillez, un mundo básico inmaculado, no manchado por el hombre, un lugar que obligaba a la comunión con la naturaleza.
De regreso, me encontré con las partidas de limpieza, con la solidaridad ciudadana.

0 comments:

Publicar un comentario