La honda noche retenía a
la luna en el velo de una nube.
Y ya apuntaba el día con
la primera estrella mañanera y ya la aurora
había descorrido la
húmeda sombra por el haz del cielo.
El tránsito de la noche al día,
que tan bellamente escribió Virgilio en la Eneida,
el ciclo continuo de la alternancia de la luz y la oscuridad que marcaba el
ritmo vital, dejó mi cuerpo descansado y preparado para una nueva jornada por
las playas y las montañas del parque.
La impresión de aquella primera jornada era que el parque natural era un entorno virgen, salvaje, aún sin devorar por la vorágine del turismo, pero sumamente frágil. Ecológicamente era una joya y esa joya había que preservarla sin falta. Alguna salvajada se había cometido.
La impresión de aquella primera jornada era que el parque natural era un entorno virgen, salvaje, aún sin devorar por la vorágine del turismo, pero sumamente frágil. Ecológicamente era una joya y esa joya había que preservarla sin falta. Alguna salvajada se había cometido.
Desayuné tranquilamente en el
hotel, preparé mis cosas como un moderno nómada y salí hacia la playa de los Genoveses.
No encontré rastro de la carrera popular programada para aquel domingo. Tomé el
camino del molino que me indicó la señora de recepción.
Los habitantes de la zona eran
conscientes de su patrimonio y habían organizado una iniciativa popular de
limpieza de las playas. De una furgoneta descargaban los elementos de limpieza.
Después me daría cuenta de la cantidad de basura que recogían, a pesar de que
era otoño, la afluencia de público era escasa y aparentemente las playas
estaban inmaculadas. A esa hermosa causa se entregaban familias al completo.
Aquellos chavales que participaban serían ganados -si no lo estaban ya- a la
causa de la ecología, la buena educación y el civismo, algo de lo que España,
por desgracia, andaba escasa.
Desde el aparcamiento hasta la
arena de la playa se extendía una amplia zona de matorral que impedía que la
tierra fuera arrastrada por el viento, que ya cobraba fuerza a esas horas. Eran
pequeñas dunas sujetas al lugar por los anclajes de las raíces.
Seguí el sendero marcado por una
barandilla baja de madera. Enfilaba hacia uno de los montículos, probablemente
un cono volcánico extinguido. Por la falda avanzaban unas personas decididas a posicionarse
en la punta. Hacia la izquierda, unos puntitos blancos marcaban los límites de
San José, quizá las casas cercanas al mirador donde terminó mi paseo de la
tarde anterior.
La arena de las dunas
intermedias, más desprotegidas de vegetación, era fina. Cuando llegué a la
orilla me quedé sorprendido con la extensión de la playa en forma de media
luna. Estaba casi solitaria. Quizá de un extremo a otro seríamos media docena
de personas. El espíritu salvaje reclamaba su espacio. La naturaleza reinaba
sobre la virginidad del terreno.
No había chiringuito ni caseta
alguna a primera vista. Probablemente en temporada hubiera algún bar instalado
en una camioneta. Si necesitabas agua, mejor llevarla desde casa. Y, por
supuesto, la basura viajaba contigo. Mantenimiento a cargo de los usuarios.
Las nubes se hicieron jirones y
el mar ganó en oleaje. La espuma parecía el reflejo del cielo esponjoso
sometido a los embates del aire. El mar era un elemento evocador. Con sus
colores, que imitaban al de piedras preciosas, y a veces de amenazadores
grises, en pasiva tranquilidad o en agitado movimiento como de loco enfurecido,
era algo que removía recuerdos y sentimientos. Bajo truenos y relámpagos el
panorama se hubiera transformado, ¡pero eran tan atípicos!
Una línea de árboles marcaba el
extremo de la izquierda. Tímidamente asomaba una pequeña construcción blanca,
casi plana. Al mirar hacia la derecha el contraluz se manifestaba en colores
metálicos y grises, en una proyección en blanco y negro, monocromática, más
dura y sin concesiones. Un espacio para ermitaños marítimos.
No tardé mucho en alcanzar otra
zona de dunas petrificadas. El color blanco de la roca frágil las delataba.
Sobre ellas, hacia el interior, matas de esparto saludando al viento.
Había acompañado, a cierta
distancia, a una pareja joven con un niño y un perro. Me pareció que conocían
la zona y que me conducirían a algún lugar interesante. No me equivoqué. El
primer regalo del día fueron las dunas petrificadas y el segundo una vista
completa de la bahía. Se llamaba de los genoveses por la procedencia de las
tropas que desembarcaron en ella en 1147, leí en www.cabogataalmeria.com: “una
flota de doscientas naves genovesas, que venían a unirse a las tropas de
Alfonso VII, para conquistar la ciudad de Almería a los berberiscos, estuvo
acampada en esta bahía durante al menos dos meses hasta que se produjo el
ataque a la ciudad”. No consiguieron su objetivo y hubieron de esperar a
finales del siglo XV para la conquista del importante puerto. En 1571 volvió a
reunir una gran flota cuyo destino sería la batalla de Lepanto.
Se incrementó el viento, como si
pretendiera que volara como una cometa o practicara windsurf o kitesurf,
actividades propicias en la zona. Las olas redoblaban el genio embravecido del
mar. Mis pisadas eran las primeras de la mañana, con permiso de los guías
improvisados que me precedían.
Un búnker-o así me lo parecía-asomaba sus ojillos por una ranura de observación. Para sustraerle su carácter bélico le habían plantado una pintada que hacía las veces de flequillo improvisado. Puede que en la Guerra Civil o incluso durante la Segunda Guerra Mundial adquiriera protagonismo porque el lugar parecía ideal para desembarcos y, previsiblemente, para contrabandistas. El entorno era muy literario o cinematográfico, un lugar desierto con muchas posibilidades para guiones policíacos y de misterio.
Un búnker-o así me lo parecía-asomaba sus ojillos por una ranura de observación. Para sustraerle su carácter bélico le habían plantado una pintada que hacía las veces de flequillo improvisado. Puede que en la Guerra Civil o incluso durante la Segunda Guerra Mundial adquiriera protagonismo porque el lugar parecía ideal para desembarcos y, previsiblemente, para contrabandistas. El entorno era muy literario o cinematográfico, un lugar desierto con muchas posibilidades para guiones policíacos y de misterio.
El sol jugaba al escondite con
las nubes. Con ese juego matizaba los colores grises y ocres del cabo que
exhibía una dentellada geológica, un encalado o ensalitrado natural.
Mis compañeros de excursión
decidieron subir el monte hasta un hito que lo coronaba. No creo que fuera una
torre de vigía, más bien un mojón de señalización. La vista abarcaba todo el
ámbito, pero el tiempo jugaba en mi contra por lo que me tuve que conformar con
introducirme por el campo de pitas en formación de lanceros, los agaves y el matorral
hasta unos vigorosos acantilados. Por las sendas hubiera podido alcanzar la
playa de Mónsul.
Se respiraba libertad, espíritu
salvaje, simplicidad, sencillez, un mundo básico inmaculado, no manchado por el
hombre, un lugar que obligaba a la comunión con la naturaleza.
De regreso, me encontré con las
partidas de limpieza, con la solidaridad ciudadana.
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