De camino a San José paré en el Pozo
de los Frailes, otra referencia que llevaba consignada. Su noria árabe era una
de las mejor conservadas del sistema primitivo de extracción del agua
subterránea para el abastecimiento de la población y los campos. Allí estaban
las dos grandes ruedas dentadas que movía un mulo o un borrico. Era una pieza
etnográfica de un gran valor y por ello me detuve a observarla con detenimiento
e interés.
Hacia el mar, no tardé en llegar
a San José y a mi hotel, La posada de Paco. Era nuevo, atractivo y céntrico.
Cada habitación había sido bautizada con el nombre de un pueblo de Almería. Me
correspondió la denominada Tahal, cerca de Serón y Tíjola, curiosidades del
destino, ya que eran pueblos del valle del Almanzora que había visitado días
antes.
Después de instalarme -dejé la
maleta y la mochila, me lavé las manos y la cara en pocos minutos- bajé a la
recepción y la señora que me había atendido me premió con un plano y unas
valiosas indicaciones. Buscaba un lugar para contemplar el atardecer, avanzado,
pero aun resistente en el cielo. Me hubiera gustado vivirlo en la playa de Mónsul,
aunque luego me daría cuenta de mi error ya que la playa más cercana era la de
los Genoveses. En teoría era media hora caminando.
Tomé la calle principal que iba
recta hacia el mar. La playa quedaba a la izquierda y, girando a la derecha y
remontando, una pequeña cuesta atravesaba una zona del pueblo, mucho más amplio
de lo que me imaginaba. Era un destino turístico consolidado y, sin duda, el
pueblo más grande de la zona. Las casas eran bastante buenas. Me gustaron. La
mayoría estaban cerradas. No era la mejor época del año. Algunos bares de copas
lanzaban su luz y su música sobre las calles desiertas.
Pasé ante el hotel Doña Pakita,
el más emblemático. Celebraban un evento y estaba muy animado. Se abrían
pequeñas calas en las inmediaciones. Las edificaciones estaban sobre las rocas
y me pregunté cómo habían dado licencias para construir en lugares que
incumplían claramente la Ley de Costas. Recordé el sangrante caso del
Algarrobico, una playa invadida por un enorme hotel que llevaba paralizado tres
décadas por los pleitos y las órdenes de demolición sin ejecutar.
Salté el vistoso edificio de la Guardia Civil, prolongué mis pasos y me fui asomando por los huecos que dejaban los edificios y las casas. El sol se posaba sobre el cabo del extremo contrario. Junto al puerto, brillaban los terrenos blancos.
Salté el vistoso edificio de la Guardia Civil, prolongué mis pasos y me fui asomando por los huecos que dejaban los edificios y las casas. El sol se posaba sobre el cabo del extremo contrario. Junto al puerto, brillaban los terrenos blancos.
En el mirador contemplé las
últimas evoluciones del sol envuelto en las nubes. Más allá estaba los
Genoveses. Para ese momento me dolían los pies y estaba cansado. Necesitaba una
parada. La hice en Doña Pakita, pero tras una espera en que ordené mis notas me
marché. En la puerta me preguntaron si quería tomar algo. Llegaban tarde. Me
refugié en el hotel para una siesta tardía.
La mayoría de los lugares
estaban cerrados, como comprobé cuando salí a las ocho de la tarde, noche
cerrada. Tiendas, hoteles y restaurantes hibernaban a la espera de meses más
propicios para el turismo. Poca gente implicaba poco negocio. Mejor entregarse
al descanso.
Los que nos habíamos aventurado hasta
San José nos reunimos en El pescador, cerca de la playa. Era un restaurante sin
grandes pretensiones y con un excelente pescado. Me senté tras caminar hasta el
puerto deportivo por el paseo marítimo. El viento era penetrante y fue un
acierto tomar mi prenda de abrigo, que llevaba guardada en el coche todo el
día.
Pedí una ensalada y una
parrillada. Para mi sorpresa, la ensalada la sirvieron en un plato hondo enorme
repleto de tomates, lechuga, palmitos, atún y otros ingredientes que formaban
una montañeta vegetal. Podrían haber comido dos personas. La parrillada, de
pescados locales, era deliciosa. Me entretuve quitando espinas y extrayendo mollas
suculentas. Todos estos pueblos ofrecían un pescado fresco excelente, otro
atractivo más.
Frente a mí, cuatro pescadores conversaban
sobre las cuestiones de su oficio, de los adelantos técnicos y de cuestiones
políticas. Se pegaron una cena descomunal. Cuando me senté ya llevaban algo
consumido y cuando me marché aún estaban comiendo.
A mi espalda, una pareja de
franceses mayores y educados. Un poco más allá, los únicos jóvenes del local.
Otro grupo de seis, sin duda jubilados por el contenido de sus palabras,
hablaba altísimo. De fondo, un partido de fútbol al que nadie hacía caso. Casi
nadie pasaba por la calle, tenuemente iluminada. Poco después nos recogimos
todos.
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