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Cabo de Gata: desierto y mar 7. Los Escullos.


La carretera extendía su cuerpo en paralelo al mar y las montañas facilitando el tránsito hasta Los Escullos, denominación que procedía de los escollos que jalonaban la costa. Me pregunté si eran peligrosos para los barcos y si habían provocado naufragios entre las embarcaciones que se aventuraban a las proximidades de este ámbito de peculiar paisaje. Las dunas petrificadas, con las que había entrado en contacto en el Playazo, se desplegaban en abundancia y con relieves más caprichosos.
Aparqué junto a la batería de San Felipe, una construcción defensiva del siglo XVIII que aprovechó la situación privilegiada de este entorno (la aldea de Los Escullos). Estaba en la Ruta de los Piratas (“para los que prefieren luchar”-aseveraba un panel). Fue Felipe Crame (quizá el padre del proyectista de San Ramón) quien en 1733 dio la idea de construir un fuerte artillero “para defender la costa y el pozo que allí existía”. En el reinado de Carlos III se ordenó la construcción de la batería de cuatro cañones con estancias comunes, capilla y cuarteles. Eliminado el peligro, cayó en desuso y fue abandonada. En 1991 se restauró para disfrute de los visitantes. Estaba rodeada de bares, restaurantes y un hotel con un fantástico ventanal. A cuatro pasos, la playa.
En la lejanía se definían como gruesos trazos horizontales en color blanco algunas casas y la línea más larga de Isleta del Moro. Dominaban el ocre y el verde. La montaña estaba cerca y pasiva.
Me acerqué a los primeros acantilados. No eran demasiado altos, sí sorprendentemente tallados. La piedra porosa, como un gigantesco queso de gruyere, mostraba un pico poderoso o la boca abierta de un reptil petrificado. Quizá hubiera alguna leyenda que explicara aquella formación varada, un animal legendario que había sido condenado a permanecer en el lugar durante siglos.

Un panel ilustraba cómo se habían esculpido esas formaciones en base al antiguo sistema dunar fosilizado. El viento, y especialmente, el mar, habían arañado la parte inferior de las dunas y habían creado relieves en visera que al desprenderse por su peso originaban los caprichos geológicos. El mar, en sus avances y retrocesos, había cubierto la línea de costa y había cementado las dunas formadas por el viento, que había transportado la arena hasta los lugares donde se agrupaba en esos montículos redondeados.

Volví a montar en el coche y conduje por un camino de tierra hacia la playa del Embarcadero. Varios islotes a pocos metros de la playa se erigían en protagonistas. Un solitario pescador ocupaba una de esas peñas, la más avanzada en el mar. Me pregunté cómo había alcanzado esa pequeña roca sin una barca. Los demás peñascos eran bastante fotogénicos, lo que me animó a salir del coche y a dar otro paseo guiado por la intuición.

Sobre estas dunas petrificadas no había nadie. Los escollos se aventuraban como espolones en el mar, que los acariciaba serenamente, como quien posa su tacto sobre la obra terminada.


Hacia San José se prolongaba una senda que ofrecía varios atractivos, como las columnas de basalto. La luz de la tarde había decaído, en parte por las nubes, en parte porque la época del año precipitaba más rápidamente el atardecer y corría el cortinaje de la penumbra con mayor celeridad. Me habían advertido que algunas de estas sendas que se encontraban por los cabos y las montañas las cerraban por diversos motivos, y en esta época para impedir que se perdieran los visitantes por estos rincones alejados. Con todo el dolor de mi corazón di media vuelta y enfilé hacia la carretera.


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