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Cabo de Gata: desierto y mar 6. Isleta del Moro.



Mi cuerpo necesitaba una parada y reponer fuerzas con una buena comida. En la Isleta del Moro busqué un restaurante frente al mar. La terraza del que más me gustó estaba llena y quizá hiciera algo de fresco. Entré en lo que me pareció el establecimiento original, que también daba al mar desde sus ventanas. Era de ambiente marinero y mucho encanto. Las mesas junto a las ventanas estaban reservadas.


Mientras traían las almejas a la marinera contemplé el mar, el movimiento de los barcos y la actividad del viento, el causante de aquella belleza natural. Se definía el arco de la bahía. Se fue llenando el establecimiento y la paz inicial quedó turbada por las voces, algunas excesivamente altas de algunos comensales. El eterno ruido de los restaurantes.


Era un restaurante muy familiar: una pareja joven comía con la suegra, un señor acompañado de su padre y de su hija, un grupo ruidoso y divertido.
Las almejas, algo pequeñas, con ajo y aceite, estaban buenas, pero la estrella fue un calamar completo en aceite, plato típico de la zona, que me obligó a mojar una ingente cantidad de pan. Espectacular. Y un cortado, que fue mi moderado postre.
Por cierto, el local se llamaba, cómo no, La Isleta.


Un pescador con caña hacía acopio de paciencia, resguardaba las manos entre las piernas y miraba al frente. Los peces se resistían a picar. Las barcas estaban subidas a la arena. Las más intrépidas se balanceaban en el mar, que se había rizado considerablemente.


Subí a un mirador. El pueblo quedaba a la espalda. Era pequeño y ordenado, acogedor. Desde el mirador dominaba otro ámbito, como si el mar y la costa se desplegaran por entregas, sin dar todo de golpe, reservando siempre algo más para acrecentar la intriga, para no saturar. Hacia el sur se desplegaban otras formaciones curiosas, los abanicos aluviales, que debían su peculiaridad a la pendiente de la sierra y el brusco contacto “con la suave morfología de las depresiones litorales”, según rezaba un panel informativo. “Este cambio brusco -continuaba- en la pendiente provoca que los cursos fluviales al salir del frente montañoso acumulen los materiales que arrastran y formen un cuerpo segmentario denominado abanico fluvial”. Hacia ese lugar fui.



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