Mi cuerpo necesitaba una parada
y reponer fuerzas con una buena comida. En la Isleta del Moro busqué un
restaurante frente al mar. La terraza del que más me gustó estaba llena y quizá
hiciera algo de fresco. Entré en lo que me pareció el establecimiento original,
que también daba al mar desde sus ventanas. Era de ambiente marinero y mucho
encanto. Las mesas junto a las ventanas estaban reservadas.
Mientras traían las almejas a la
marinera contemplé el mar, el movimiento de los barcos y la actividad del viento,
el causante de aquella belleza natural. Se definía el arco de la bahía. Se fue
llenando el establecimiento y la paz inicial quedó turbada por las voces,
algunas excesivamente altas de algunos comensales. El eterno ruido de los
restaurantes.
Era un restaurante muy familiar:
una pareja joven comía con la suegra, un señor acompañado de su padre y de su
hija, un grupo ruidoso y divertido.
Las almejas, algo pequeñas, con
ajo y aceite, estaban buenas, pero la estrella fue un calamar completo en
aceite, plato típico de la zona, que me obligó a mojar una ingente cantidad de
pan. Espectacular. Y un cortado, que fue mi moderado postre.
Por cierto, el local se llamaba,
cómo no, La Isleta.
Un pescador con caña hacía
acopio de paciencia, resguardaba las manos entre las piernas y miraba al
frente. Los peces se resistían a picar. Las barcas estaban subidas a la arena.
Las más intrépidas se balanceaban en el mar, que se había rizado
considerablemente.
Subí a un mirador. El pueblo
quedaba a la espalda. Era pequeño y ordenado, acogedor. Desde el mirador
dominaba otro ámbito, como si el mar y la costa se desplegaran por entregas,
sin dar todo de golpe, reservando siempre algo más para acrecentar la intriga,
para no saturar. Hacia el sur se desplegaban otras formaciones curiosas, los
abanicos aluviales, que debían su peculiaridad a la pendiente de la sierra y el
brusco contacto “con la suave morfología de las depresiones litorales”, según
rezaba un panel informativo. “Este cambio brusco -continuaba- en la pendiente
provoca que los cursos fluviales al salir del frente montañoso acumulen los
materiales que arrastran y formen un cuerpo segmentario denominado abanico
fluvial”. Hacia ese lugar fui.
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