Enfilé hacia el cabo por una senda
de tierra. Pregunté a unos que venían de allí. Me confirmaron que una valla
cerraba el acceso en coche, pero que merecía la pena subir por las
impresionantes vistas. En el lugar donde cortaban el acceso aparqué el coche.
Las cuestas regalaban las vistas
anunciadas. No eran muy pronunciadas y hasta me planteé continuar hasta el faro,
que divisé en la lejanía. Si hubiera sabido exactamente cuánto hubiera tardado
lo hubiera intentado. El tiempo, una vez más, jugaba en mi contra.
El mar a este lado estaba apacible.
Las montañas secas se adentraban en él y dejaban pequeñas calas hacia las que
se aventuraban los más intrépidos. Las rocas cambiaban de colores en espacios
pequeños. En la parte más alejada era lava negra.
Hacia el cabo, las rocas eran
puntiagudas. Por allí afloraban algunas como peligrosos escollos para los
barcos. La esperanza y la seguridad la aportaba el faro.
De este entorno procedía el
nombre del cabo. Parece que abundaban las ágatas en el monte cercano, el que
había acogido un templo dedicado a Venus. Estaba cerca de un lugar
ancestralmente sagrado.
El faro fue edificado en 1863
sobre el fuerte de San Francisco de Paula. El actual era mucho más reciente.
Ocupaba el punto más sudoriental de la península. Su luz se divisaba a 45
kilómetros de la costa. Se completaba con una señal acústica para los momentos
de niebla. A una milla estaba un peligroso arrecife, la Laja del Cabo, causante
de naufragios.
Al otro lado estaba la playa de
las Salinas, una de las más grandes del parque y, a sus pies, el arrecife de
las Sirenas con sus rocas emergentes, antiguas chimeneas volcánicas, como
dientes de una bestia marina. Las sirenas quizá fueran las focas monje que
poblaron el lugar hasta hace muchas décadas.
Para acceder al faro por la
carretera tendría que dar una enorme vuelta. Me había quedado muy cerca y la
rectificación hubiera generado muchos kilómetros.
Regresé a San José, emprendí el
camino hacia Níjar y por la autovía de Murcia regresé.
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