Desciendo por unas escaleras de madera. La arena está compacta y no me hundo, como temía.
Rosalía de Castro simbolizó en
algunos de sus poemas a la muerte como el mar. No hay un alma en el mar. Si
alguien se aventurara lo devoraría la muerte. En ese momento la muerte se mueve
con las olas, amenaza, marca sus dominios. Un chiquillo juega entusiasmado
ajeno a estos peligros.
Quizá porque el día anterior he
presentado mi libro de Australia, los islotes me recuerdan a los Twelve
Apostles, de Great Ocean Road, en el estado de Victoria. Es un paisaje marítimo
similar, agreste, duro, impactante, que conjuga la belleza con el miedo. Le
planteo a Sonia, nuestra vicepresidenta en Galicia, que habría que proponer el
hermanamiento.
Se respira una rara, insólita
armonía. La presencia humana no es agobiante, aunque en algunos lugares se echa
de menos algo de respeto, menos cámaras y gente posando que se apalanca y monopoliza
los lugares más emblemáticos.
A la izquierda, una mayor
acumulación de casas, un pueblo o una urbanización. Casas bajas, que no restan
protagonismo al paisaje y que se integran bien.
Me acerco a contemplar los
estratos de las rocas, como lajas de pizarra. Lo comparo con el veteado del
cielo, que parece que se fuera a resquebrajar y caer sobre los visitantes. El
cielo juega con picardía, se asoma, se oculta, calienta, traza sombras, las
elimina con la misma rapidez que el mar las pisadas.
Dejo que el sonido del mar me arrulle
mientras camino. Las olas causan un efecto hipnótico en su repetición. El
viento rasga el silencio. Lo prefiero a las voces de la gente.
Las olas han dejado pequeños
charcos. Busco que reflejen las formaciones. Casi les ordeno que deformen los
perfiles y los recreen en el suelo. Algunos han tomado posesión lejos, casi en
el talud. Dentro de unas horas habrán perdido su protagonismo devorados por las
mareas.
Los arcos tienen un éxito
inusitado entre los visitantes. El más afortunado es uno que formó un puente
que se adentra en el mar y refleja una etapa de la erosión. Algunos se
aventuran a subir a lo alto y me imagino que se quebrara el puente y se quedaran
aislados. Lo digo porque en otros lugares ha ocurrido y al aventurero ha habido
que sacarlo en helicóptero. Dios no lo quiera.
Se abren otras ventanas en la
roca. A través de ellas el mar se violenta, celoso de su intimidad.
En el extremo, los arbotantes
que han inspirado la denominación de la playa. Es como si la roca necesitara de
una muleta para no caerse. Se alinean tres para ese falso sostén de la nave del
acantilado.
Mientras regreso observo una
escena peculiar: unos recién casados han elegido la playa para sus fotos. Ella,
voluminosa, arrastra la cola de su blanco vestido que se empapa de forma
ostensible. El se ha subido las perneras del pantalón pero de poco le sirve
ante la decisión de su pareja. Todos nos quedamos un poco alucinados.
Suena una gaita. El músico va
vestido de forma tradicional. Y me recuerda una canción de Los Limones, Ferrol, que es casi un himno:
Sé que aquí nací
y aquí quiero quedarme
aquí está mi hogar
donde se acaba el mar.
Me adentro hacia la izquierda,
menos transitada. Las formaciones son caprichosas, pero menos espectaculares, y
quizá por ello tienen otro encanto. Alguna parece un tótem de rostro
enigmático. Las rocas han desplazado casi a la arena.
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