Dejo vagar mis pensamientos
mientras conduzco y recuerdo unos versos de Rosalía de Castro:
Como las nubes
que impele el viento
y ahora asombran, y ahora
alegran
los espacios inmensos del
cielo.
Quizá estaba ante un cielo
similar al que sirve el horizonte algo apagado por las nubes densas y grises.
Asombran más que alegran y corrigen el azul del cielo cuando el viento las
agrupa y compacta.
Mi buen amigo Miguel me había
dejado un tanto preocupado: había que pedir un permiso para visitar la playa de
las Catedrales. En mayo, mi hermana y mi cuñado se habían encontrado una
marabunta de visitantes y antes de que la playa muera de éxito las autoridades
han tomado medidas y restricciones. Pero el otoño es diferente y la afluencia
no es masiva. Eso sí, descartada la soledad. La atracción gravitatoria de la
luna parece ser la culpable, tanto de las mareas como de los curiosos por
comprobar sus efectos. Por cierto, Amparo, mi hermana, aconseja visitar la
playa también en la pleamar, aunque desaparezcan parte de los efectos mágicos
cuando las aguas se retiran.
En los foros comentaban que el
momento ideal para la visita oscilaba entre dos horas antes y dos después de la
bajamar. Alcanzo la playa con tiempo suficiente, o eso pienso. El momento de
mayor retirada es a las 16,36. Se me ha adelantado mucha gente, aunque darán
ambiente.
El monte, el bosque, el prado,
las vacas y la playa: esta es la secuencia. El monte y los fornidos bosques me
depositan en la playa que goza de un verdor cercano y permanente. Las vacas
ignoran a tanto pirado por unas rocas. Quizá sean las más inteligentes.
Lo primero que detectan mis ojos
es el mar bravío, que ha copiado el gris del cielo en su superficie. Después,
como si alguien hubiera dejado precipitadamente unos islotes, unas rocas, en
medio de la playa, abandonadas a su suerte, como una carga demasiado pesada sin
ser consciente de que queda a expensas de los caprichos del mar, un mar con
mala leche que está tomando fuerzas para un nuevo ataque a los acantilados.
Desde lo alto, la arena se
convierte en elemento de transición entre los paredones de la tierra y la
fuerza del mar, monótona, disciplinada y constante, ideal para la conquista y
la destrucción:
Con su sorda y constante
melodía
me atraen las olas de esa
mar bravía,
como de las sirenas el
cantar.
“En esta cama misteriosa
y fría
-dice-ven blandamente a
descansar”.
Esa fuerza destructiva, esa mar
bravía de Rosalía, hizo mella constante en una línea de costa. Las zonas de
roca más débil fueron cediendo, se abrieron brechas hacia la tierra. La erosión
trazó ensenadas. El espigón que separaba dos enseñadas se fue desgastando,
cedió al roce permanente, a la abrasión, a los obreros geológicos. Limaron
hacia el interior, sus costados cedieron y se formaron cuevas, y esas cuevas
formaron arcos marinos. Y de ahí, las formas prodigiosas, los arbotantes de
catedral gótica, las estructuras inverosímiles.
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