Me levanto temprano y me regalo
un buen desayuno, abundante, para aguantar el día.
Reconozco que me voy con
nostalgia. Me ha gustado Ribadeo. Las dos únicas fotos que haré del pueblo son
la de la casona y la de la estación, que sólo conserva la fachada roja. El
resto lo ha devorado la vegetación y le ha afeado el rostro una valla de chapa
impresentable.
Busco la carretera hacia el
interior que va por la ría. Como me fío poco del navegador, que unas veces me
conduce por la ruta más directa, pero más incómoda, y otras por la que le da la
gana, lo programo para que vaya a Vegadeo, en la base de la ría y el inicio de
una carretera comarcal hacia Taramundi. La carretera se adapta a las formas
caprichosas de la orografía de la ancha desembocadura del Eo.
No es fácil conducir y observar.
Reduzco la velocidad. Nadie queda detrás a quien pueda incomodar por reducir la
marcha. La ría es esquiva: se esconde tras los árboles. Echo en falta algún
mirador o algún lugar donde poder aparcar sin peligro, porque ahora sí llevo
otro coche que me sigue el rastro de cerca. Dejo que cada revuelta me aporte lo
que quiera.
Al comenzar el día
rumor que no se sabe
si es retozar de brisas,
si son besos de flores,
si agrestes, misteriosas
armonías
que en este mundo triste
la senda celestial buscan
perdidas.
Son versos nuevamente de Rosalía
de Castro que embellecen la mañana y este entorno de bosque denso de
eucaliptos, altos, verticalidad pura, castaños y otras especies. Unas conservan
la hoja verde, pero la mayoría ha dejado paso a los colores del otoño y parte
de su hoja ha caído para regenerar el suelo. Llueve tímidamente.
La ría está solitaria, sin
barcas, sin personas paseando por sus riberas. Las aves se posan sobre la zona
de marismas. Las aguas parecen no fluir hacia el mar. El monte, el bosque y las
aldeas se asoman para reflejarse en ellas.
Los raíles de aquella antigua
línea férrea minera van paralelas a la carretera y la ría. Hace tiempo que
quedaron en compañía de los hierbajos. Las estaciones son caserones del olvido.
Aquella enorme obra civil ya no tiene mucho sentido, salvo como anécdota
histórica.
Me bajo del coche junto al
puente de Vegadeo. Busco esa foto que me ha sido esquiva. Respiro hondo y me
apropio de la imagen. El pueblo es pequeño.
El monte y el bosque se
consolidan. La presencia humana es más esporádica. Los árboles cierran el paso
a la luz. Las paredes del valle se han ido cerrando, como un abanico que va a
ser guardado. Estoy en la provincia de Asturias y quizá por ello los valles se
han hecho más abruptos. El valle es como un cañón. Las aldeas son de escasas
viviendas. Muchas, trepan por la montaña.
Paisajísticamente el lugar es
una maravilla pero aquí el invierno debe ser duro y solitario. Cuando el tiempo
sea menos benigno y los turistas y visitantes no se aventuren por estas tierras
las horas y los días cobrarán otra dimensión.
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