La Casona de Lazúrtegui me acoge
en Ribadeo al atardecer. Es un edificio hermoso que mandó construir uno de los
ingenieros que planificaron la construcción del ferrocarril que permitió sacar
el mineral del interior por este puerto. Corría finales del siglo XIX. La
estación está a pocos metros. La he visto de pasada al buscar el alojamiento.
Conserva su fachada rodeada de maleza.
La residencia del ingeniero fue
reconvertida en un coqueto hotel con encanto. La señora de recepción es
encantadora. Ha abierto un plano, me ha dado las indicaciones para ir al
centro, me ha aconsejado dos pulperías y la ruta de los miradores. A esta hora
sería absurdo realizarla pero he hecho un recorrido marcado en el mapa y he
acabado en La Botellería, una de esas pulperías míticas y sabrosas. Comparto
una mesa redonda con dos tortolitos que amablemente me han dejado un extremo.
Parece que hay menos gente que hace una hora, aunque no me han podido dar mesa
para cenar. Es evidente que éste y Villadonta, que está cerrado, enfrente, son
las mejores pulperías del pueblo. La Tapería, que antes estaba vacía, ahora
está a parir. La oferta de bares es extensa y goza de un gran éxito de público.
En vez de irme a la izquierda,
saliendo de la calle donde se ubica el hotel, y meterme en el centro peatonal,
me he decidido, en mi ruta nocturna, por ir hacia la derecha, que está marcada
en el plano con dos atractivos: las casas de indianos y una pequeña capilla, la
de la Virgen del Camino, atribuida a los Templarios.
El norte de España fue muy
proclive a la emigración hacia América. Aquí no había futuro y desde el otro
lado del charco, a finales del XIX y principios del XX, llegaban historias de
éxito: las de los indianos. Leo que, aparte de la razón económica, estaba la de
rehuir el servicio militar, que se podía prolongar ¡entre ocho y diez años!
Tremendo. Lo de las sangrías africanas debe referirse a los reclutamientos
obligatorios que acababan en las colonias del norte de África o en Fernando Poo
y Río Muni, en el África Ecuatorial española. No sé que era peor.
En muchos casos, “se ponía mesa”
en un pueblo y los mozos se apuntaban en masa, se fletaba un barco y todos
acababan en la misma zona. O en oleadas sucesivas, por el efecto llamada. Mejor
estar rodeado de paisanos.
Los que hicieron dinero y
regresaron mostraron su progreso edificando casas hermosas, de tono modernista.
Parece que los inicios del siglo pasado fueron de prosperidad para Ribadeo. Me
ha sorprendido gratamente la profusión de edificios de esa época y estilo. Los
indianos embellecieron el pueblo que les vio nacer. De qué sirve ganar dinero
si no se puede exhibir.
La mayor concentración de esos
palacetes se exhibe orgullosa en la amplia calle San Roque, por la que he
entrado al pueblo. Algunos van marcados con un distintivo de “indianos”. Otros,
aunque lo sean, renuncian al mismo. Hay uno especialmente vistoso en este
tramo, antes de la capilla de la Virgen del Camino. Es rojo y de resaltes
blancos. El resalte blanco y los colores suaves son una constante. Muchos
muestran esos balconcillos acristalados y poco anchos tan típicos del norte.
Casi en la esquina entre Lazúrtegui
y San Roque, se alza el cine-teatro. No lo fue hasta 1936 ya que fue en esa
fecha cuando ocupó el lugar de la antigua fábrica de lienzos que promovió
Carlos III. Otro signo más de que éste no era un pueblo de mala muerte.
Toda esta zona está animadísima
a las ocho de la tarde, la hora del paseo, de tomar una caña o un vino, de
salir con los niños para que disfruten. A las diez el ambiente ha cambiado y
hay mucho menos personal, en las calles y en los locales. Parece que muchos han
regresado a casa para cenar.
Otra sorpresa la marca la plaza
de España y su entorno. En el lado izquierdo, mirando a la ría, otros dos
edificios emblemáticos y de buena factura, signo de riqueza. Uno es el palacio
Ibáñez-Sargadelos, más pequeño pero bien estructurado. Es de finales del XVIII,
de granito y, actualmente, sede del ayuntamiento. Lo construyó Antonio Raimundo
Ibáñez, marqués de Sargadelos, que hizo fortuna con el comercio con América y,
posteriormente, con la minería y los altos hornos. Un pionero de la
transformación de la producción artesanal a la industrial.
Más espectacular es la torre de
los hermanos Moreno. Está en obras. Creo que la han vaciado para mantener la
fachada y rehacerla por dentro. Al exterior muestra una torre redonda, alta,
puntiaguda y orgullosa, que se repite en algún otro palacete de Ribadeo. Su
arquitecto, Juan García Nuñez, fue discípulo de Gaudí, de ahí su claro estilo
modernista.
Me paro en medio de la plaza y
despliego el plano buscando las referencias de la aduana, del convento de santa
Clara y de otros edificios que aconsejan. Mientras estudio el plano se acerca
un chavalín muy despierto-tendrá siete u ocho años-y me pregunta qué leo, quizá
porque considera que me he perdido y puede ser de ayuda. Pilota una estupenda
bicicleta y se cubre con un casco de ciclista que le da un aire profesional. Me
habla de sus amigos, habla sin cesar pero siempre con sentido. Me separo de él
con cierta nostalgia.
Desde aquí, busco la ría. Me
meto por un callejón y veo las luces de los pueblos de Asturias, de Castropol y
Barres, y un poco del puerto. Me entusiasmo, porque creí que no vería nada. Me
aventuro por la ruta de los miradores. Algo encontraré.
Lo primero con lo que me topo es
con la plaza d’Abaixo. En ella estaba el ayuntamiento antiguo y alrededor del
mismo crecieron las principales edificaciones anteriores al siglo XVIII. Este
era el eje antiguo, orientado hacia el mar y escalonado en cuestas hacia el
puerto. O sea, que de donde vengo es un desarrollo posterior.
A partir de aquí el silencio de
la noche es absoluto. Hay que agradecer la estupenda iluminación, no por
intensa pero sí por ponderada. Me da un poco de vagancia iniciar el descenso,
aunque el conjunto de las casas que traza un arco es bonito. Quizá más
atractivo por ser de noche.
Bajo hasta la capilla de la Atalaya,
en un antiguo baluarte sobre el puerto de Porcillón. La rodeó y me topo
nuevamente con la ría, con las luces de Asturias, con el puerto. Si la capilla
fue reconstruida en 1182 por Fernando II es que verdaderamente es la más
antigua de Ribadeo, como leo. Me gusta el sencillo adorno en zigzag del arco de
su portada.
Sigo bajando hasta la antigua
aduana, que me parece un palacete sin ostentación. Estoy en el puerto,
deportivo, también iluminado. El único restaurante que está abierto está
solitario. Es evidente que esta zona no tiene vida. Salvo la de los gatos, que
se apartan a mi paso. Debo ser sincero: no encontré el monumento marcado con el
número 14, el palacio Guimarán, del siglo XVIII. No andaba lejos y quizá era
una de las edificaciones que se juntaban a expensas del trazado del terreno,
del barranco y el descenso.
Por la calle de la muralla no
hubiera llegado al pazo da Torre, que parecía una torre vigía o parte de la
muralla, que fue eliminada en el siglo XIX ante la necesidad de expandir la
ciudad. Vuelvo sobre mis pasos, subo por las escaleras de un callejón estrecho,
y empiezo a sudar ya que voy bastante abrigado, y alcanzo la torre, comunicada
por un puente con el edificio al otro lado de la calle.
Subo por la calle san Miguel y
vuelvo a revivir la ciudad, regreso a los bares y los parroquianos. Tiro hacia
Viejo Pancho, se multiplican los garitos y no tengo duda de que estoy en la
parte alta y animada de Ribadeo.
Me he ganado el pulpo con cachelos,
un pan de pueblo consistente y un Ribeiro blanco que me relaja de forma
inmediata. Lo que no sé es si la digestión será un poco pesada. Habrá que
aguantar un rato y bajar la cena con un breve paseo.
Nota: las imágenes del puerto deportivo y de la ría son de José Luis Migueláñez Carreras. El plano y las imágenes del folleto son la guía turística facilitada por la casona de Lazúrtegui.
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