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Lugo de otoño interior y costa 10. Taramundi...y final



Taramundi es algo más grande, en cuesta, con oficina de turismo y varios bares y restaurantes. Ofrece los servicios necesarios a las pequeñas pedanías. A un kilómetro está el museo de los molinos. Quizá lo más interesante de esta zona sean esos museos tradicionales sobre los cuchillos, las artesanías y los objetos de antaño, el etnográfico y el castro, en el pueblo. Y, sin duda, los paisajes salvajes.


Mazonovo está en lo hondo, junto al puente, en un cruce hacia otras atracciones. Lo atiende la misma familia desde hace cuatro generaciones. Entre las entradas, el bar y los excedentes de energía de su pequeña hidroeléctrica mantienen el tipo. Pago los 3,90 euros, me ponen un vídeo con las explicaciones sobre la actividad molinera y salgo al encuentro de sus molinos brasileños o chinos, la noria, y otros sistemas del pasado. Se nota que está montado con cariño. Animan a portarse como niños y a experimentar. Cada vez es más difícil toparse con estos oficios tradicionales. Las explicaciones son estupendas. Es un paseo por las diferentes técnicas y sus utensilios.


El lugar parece la descripción de un cuento de hadas. El emplazamiento es jugoso.  El susurro del río Cabreira, apagado por el salto de agua al caminar hacia él, el murmullo de las hojas y la lluvia que se ha adelantado a los pronósticos me reciben en el exterior.
El edificio dos es una mezcla de engranajes y explicaciones, de grandes piedras de moler. Continúo hasta el molino chino, en la línea del frezadero. Un poco más allá, el monjolo brasileño. Me asomo al mirador y contemplo la cascada.


El museo fue iniciado a finales del siglo XIX por Manuel López-Cancelos que invirtió los ahorros producidos en su emigración a Argentina para la construcción de un molino y una pequeña central eléctrica. Después fue ampliando las instalaciones hasta que a finales del siglo XX se convirtió en museo.
Todo es de un gran ingenio. Son soluciones mecánicas sencillas y prácticas que hubieran deleitado a mi padre, ingeniero, que trabajó en el ámbito hidráulico. Me recuerda a cuando le acompañaba a las obras en mi niñez.



Entro en el bar. Pido un café con leche y me ponen de tapa una sopita de ajo. Quería ponerme el chaval, que es de Ponferrada y muy simpático, el resto de la tapa: chorizo y tortilla. Todo por un euro. Conozco a la nueva médico, que tomará posesión en breve y que está de turismo, recorriendo su territorio de actividad profesional. Si me hubiera quedado a comer hubiera disfrutado de una buena fabada.


Los indicadores son confusos. Tanto, que cuando quiero ir al etnográfico me voy por otra carretera que parece no llevar a ninguna parte, salvo a otro hermoso valle. Doy la vuelta y me doy cuenta de mi error: era la otra carretera.



En Taramundi, aparco junto a la oficina de turismo y la sidrería, que desprende un agradable aroma a manzanas. Sigo el camino hasta el castro. Nadie, ni los cuidadores, si es que los hubiera. Los paneles facilitan atractivas explicaciones. Datan de la Edad de Hierro. Los romanos los adaptaron para sus viviendas. Quedan los trazados de muros bajos de casas circulares o rectangulares. Parte de la piedra fue utilizada en otras construcciones. Era una excelente cantera con las piedras ya talladas.



El trayecto hasta Portonovo es otra inmersión de bosque y valle, solitario, hermoso. En el pueblo hago una pequeña parada para observar las voluminosas chimeneas de sus hornos de cal. Junto a ellos se celebra un mercadillo.

Desde allí mejora la carretera. En Lugo, tomaré la autovía.
Comeré en el parador de Villafranca.

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