Desde el aparcamiento siento que
estoy rodeado de montañas, como en un saneado agujero, un bocho, un lugar desde
donde degustar el entorno de colinas verdes, bosques y prados, una estampa
bucólica que es fácil idealizar y a la que es fácil encariñarse. Por encima de
los tejados de pizarra, que dan personalidad, asoman las dos torres de la
catedral y otras torres de otras iglesias. Sus cruces parecen pugnar por la
atención con las antenas, una competencia bastante absurda, pero visual.
El pueblo es armónico, bien
cuidado, de fachadas blancas o claras, de cenefas de granito, sin atentados al
urbanismo, anclado en la tradición. No es de extrañar que fuera declarado
conjunto histórico-artístico. Es placentero mi avance que pasa ante el convento
de las Concepcionistas y de algunas casas señoriales que muestran soberbios
escudos de piedra en sus fachadas.
Iglesias, escudos y casas
señoriales son el testimonio de la importancia que tuvo Mondoñedo. A ello
contribuyó que se trasladara la sede episcopal de Foz a esta villa en 1112 y
que en 1156 adquiriera el título de ciudad, con todo lo que llevaba aparejado
en cuanto a poder, civil y religioso, y progreso económico. Fue capital de una
de las siete provincias gallegas en que se dividía territorialmente la zona hasta
que en el primer tercio del siglo XIX se aprobó la división actual y perdió esa
condición. Pero algo quedó y hoy se revitaliza con el turismo y el Camino de
Santiago.
En la plaza de la Catedral me
encuentro con uno de los grandes escritores gallegos: Álvaro Cunqueiro. Allí
está sentado, tomando el sol, mirando hacia la Catedral, impecablemente
trajeado y con el pelo hacia atrás. Bueno, es una estatua, pero su espíritu la
habita. Aunque trabajó un tiempo en Madrid, su vida y su obra son plenamente
gallegas y su intención fue siempre prolongar los valores de su tierra en
cualquier lugar del mundo, como así lo expresa su epitafio: “Aquí yace alguien
que, con su obra, hizo que Galicia durase mil primaveras más”. El
gallego universal nació cerca de la fuente vieja, del siglo XVI, y en una casa
de esta plaza vivió. Como última residencia eligió el cementerio viejo, que la
imaginación y la fantasía cuadraban bien con ese ámbito.
A Pascual Veiga, Manuel Leiras
Pulpeiro o a Antonio Noriega Varela, entre otros hombres ilustres de Mondoñedo,
no tengo el placer de conocerles, aunque haré por salir de mi ignorancia.
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