Mi buen amigo Miguel Alonso me
dijo que Mondoñedo era, con razón, una joyita. Y estoy plenamente de acuerdo
con él. Su catedral, el Seminario, el entorno urbano y su ubicación entre
montañas lo convierte en una visita esencial.
El trayecto desde Santiago es
cómodo. La autovía y la autopista conducen hasta Betanzos, donde se toma la
autovía en dirección a Lugo y Madrid. Más allá de Guitiriz, por Baamonde, se
puede optar por la A-8 o por la carretera nacional 634. Prefiero ésta, aunque
sea menos ancha y atraviese los pueblos, lo que ralentiza el avance pero
permite empaparse más en el ambiente rural y de otoño. El peligro es quedar atrapado
tras algún camión, como me advertía la chica de información de Santiago. Voy
con tiempo suficiente.
Llueve ligeramente, el tráfico
es fluido y los bosques hacen compañía en ese avance de mañana. Pongo la radio,
me entretengo con el paisaje y voy devorando kilómetros.
Recuerdo que hace años conducir
por Galicia era un suplicio. Un compañero de la región pedía que a los
inspectores locales se les pagara más por el kilometraje ya que las carreteras
eran lentas y a veces peligrosas. Recuerdo la estampa de las señoras sacando a
pasear a las vacas cerca de la carretera, lo cual era un verdadero incordio
tras una curva cerrada y sin visibilidad. El trazado era infernal: todo curvas.
Pero Galicia y España han evolucionado mucho y esas carreteras quizá aún
existan pero son marginales y propias de zonas rurales remotas, eso sí, llenas
de tipismo y de hermosura. Las carreteras secundarias son un placer cuando la
paciencia se encarna en el volante.
Quizá el otoño se ha retrasado
más que otros años. Las lluvias han sido esquivas, los incendios han sido
feroces y las ramas de los árboles aún muestran muchas hojas amarillas,
oxidadas, ocres, marrones o de tonalidades que son propias de la estación de la
melancolía. Esa masa de hojas es una paleta de matices extraordinaria y un goce
para la vista. Los colores parecen atenuados, los verdes desvaídos y en
ocasiones de un verdor eclipsado o grisáceo. Me gustan esos colores de otoño.
En el ambiente rural, como
anclados en el tiempo, con permiso del progreso, aparecen los cementerios
antiguos de granito con sus tapias acabadas en flechas y la sensación de que
algo mágico ocurre entre sus muros, en las pequeñas ermitas, en el entorno de
los cruzeiros. Con más tiempo me hubiera introducido a buscar esas pequeñas joyas
tradicionales al borde de los caminos. Ya habrá otra ocasión para ello, sin
duda. Salto Vilalba para no liarme en exceso.
El caminante que accediera a
este valle consideraría que había alcanzado el paraíso y quizá se replanteara
su peregrinaje. El valle es abierto, ondulante, sensual. En el momento en que
empiezas el descenso te acoge y las casitas diseminadas parecen haber sido
colocadas estratégicamente para que no te sientas solo. Son muros de
hospitalidad, como los que en el pueblo dieron cobijo a los peregrinos sanos en
su albergue o a los que padecían algún mal, más del cuerpo que del alma, en el
hospital de San Pablo y San Lázaro donde fueron reconfortados en todos los
sentidos. A la entrada, el santuario de la Virgen de los Remedios, que seguro
que intercedió por los desventurados. Está al otro lado de la Alameda, un
parquecillo donde sentarse a pegar la pava.
Al primer indicador de parking,
a la derecha, me decido a soltar el coche y lo hago junto a los juzgados, no
por querencia o corporativismo. Más bien porque así disfruto las callejuelas
que le hubieran sentado tan mal al vehículo. Y, si de peregrinos se trata,
habrá que mostrar un mínimo de solidaridad. Lo agradecerá mi cuerpo tras 150
kilómetros de coche.
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