El camino fue sencillo. El
terreno ascendía con bastante moderación al principio y un poco más en cuesta
tras la carretera de tierra y el inicio de la ladera. Contemplamos mariposas y
edelweis. Cada vez que te girabas hacia el lago se desplegaba un paisaje
idílico, panteísta, como si fuera el resultado de un soplo de Dios. Ahora
comprendía que las gentes locales lo consideraran sagrado, que fuera lugar de
reunión de las tribus y hubiera restos arqueológicos. En ocasiones, acudían
para sus ritos religiosos o para presentar sus respetos a los espíritus
locales. Había túmulos funerarios y varios monumentos en piedra, si bien
nosotros no llegamos a verlos.
Unas peñas que coronaban la
colina acogían los petroglifos. Tras una caminata de una hora las alcanzamos.
El espectáculo era soberbio. Era un panorama de amplitud, de libertad, de
naturaleza en estado puro. El campamento se redujo a unos puntitos blancos. Los
rebaños se movían de forma apenas perceptible.
Los petroglifos eran sencillos.
Se repetía la representación de la cabra montesa sobre la pátina oscura o de
colores de las piedras. También había otras figuras formando grupos y con
significados diversos. En la otra vertiente pastaba un rebaño de ovejas, a un
lado, y al otro, uno de hermosos caballos. Buscamos un lugar donde descansar y
contemplar el paisaje. Tuve la impresión de que nos daba permiso para gozarlo.
Anteriores visitantes habían formado pequeñas montañas con piedras. Me recordó
la costumbre ancestral de dejar una piedra como tributo al pasar o contemplar
un lugar.
Saqué mi libreta y tracé unas
breves notas. Se me ocurrió que sería interesante que cada uno de nosotros
dejara constancia de algún pensamiento o sentimiento. Para mí era la cercanía
de la divinidad, sin intermediarios, sencilla, sin doctrinas ni liturgias. Para
una de mis compañeras era un privilegio poder sentir la belleza del lugar. Al
empaparse de ella, el recuerdo sería más duradero. Las fotos ayudarían, pero
era la piel la que retenía ese momento y lo volvía indeleble. La posibilidad de
que algún día se ausentara de nuestra memoria era una de las grandes
preocupaciones. Ahora sí que culminaba el viaje, al alcanzar el más alto grado
de satisfacción. “El sol, el aire, la luz-resumía otra de mis compañeras –se
han encargado de proporcionar momentos de paz y felicidad en este lugar y con
buenas amistades”.
Con pena, iniciamos el descenso
y lo prolongamos hasta la orilla. No me importó repetir la experiencia. Las
cordilleras de Song Koi Too, Borbor Alabas y Moldo Too volvían a crecer ante
nuestros ojos.
“Nuestra naturaleza reside en el
movimiento; la calma completa es la muerte” –escribió Pascal en sus Pensamientos. Sin embargo, necesitaba
esa completa calma para disfrutar de la visión del lago en primera fila, como
en primera línea de costa. Nos acompañaba la serenidad y el sonido del oleaje
templado. Era el descanso bien ganado por los viajeros intrépidos.
Las aguas brillaban con el sol
del atardecer. Una leve oscuridad abrigaba el terreno.
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