La cena del último día de
recorrido ofreció un atractivo etílico: cerveza y vodka. Edil nos había animado
a romper nuestra abstinencia y en Kochkor realizamos una pequeña compra de
estas bebidas. A ninguno nos gustaba el vodka, pero el viajero tiene que ser
flexible y probarlo todo. Las cervezas cayeron durante la cena y a los postres
sacaron la botella que había comprado para invitar al grupo. Cayó la primera ronda,
empezamos a contar chistes y anécdotas.
Interrumpimos la cena antes de
los postres para contemplar el atardecer. Un poeta romántico lo hubiera
calificado de sublime, término que horrorizaba al escritor Javier Reverte. El
sol se ocultaba en una maniobra lenta por la izquierda del lago y derramaba
unos tonos rojizos. Nuestras sombras se alargaban sobre el terreno. Todos los
elementos del paisaje cambiaban de colores.
Nuevamente en el interior del
comedor, me puse un ropón de terciopelo con el que parecía uno de los
narradores del Manás y el gorro de fieltro tradicional del país, cortesía de la
agencia. A las mujeres les regalaron un pañuelo. Nos reímos mucho, que es lo
importante.
Como otras noches, salimos al
campo para ver las estrellas. Aún no había cesado la luz del campamento, pero
esa contaminación lumínica era escasa. Miramos al cielo, situamos el Carro, la Estrella
Polar y la Vía Láctea. Para Edil era una experiencia nueva. En estos detalles,
en esta ilusión, se notaba su juventud y sus ansias de vivir. Es estupendo que
alguien disfrute con su trabajo, y él disfrutó en este viaje. Hasta que no
llegaron las Chicas Encarta no fuimos capaces de identificar ninguna
constelación más. El objetivo, como en otras ocasiones, era contemplar
estrellas fugaces. Y, como en anteriores ocasiones, nada como despistarse para
que el resto gritara que acababa de pasar una, montando un revuelo divertido y
con mosqueo de quien se la había perdido.
Hacía frío y tras un rato el
cuello se me resintió. Nos fuimos recogiendo ordenadamente.
Pasados unos minutos empecé a
escuchar las voces de nuestros vecinos. Eran unos ciclistas catalanes que
hablaban muy alto. Se pegaban unas risotadas que no dejaban pegar ojo. Excepto
ese sonido, una vez que cortaron el generador de electricidad a las 11 de la
noche, el silencio era absoluto.
A pesar de que no ligaba el
sueño, di un rato a los ciclistas. Cuando parecía que ya se iban a dormir volví
a desconcentrarme con las voces y las risas. Al final, se me inflaron las
narices, saqué la linterna frontal, me puse el chubasquero, Edil me recordó que
debía ponerme los pantalones, no le hice caso, y en calzoncillos, di un par de
toques en el cristal de la puerta de la yurta contigua en que tenían el cónclave.
Les pedí que hablaran más bajo porque queríamos dormir y en cinco minutos
regresó el silencio. Les agradezco la buena educación que mostraron. A la
mañana siguiente me miraron con una mezcla entre respeto y rencor.
Sobre las cuatro de la mañana noté
que algo caminaba por encima de la manta. Notaba también que algo rascaba sobre
las piedras que rodeaban la yurta. Me autosugestioné para pensar que era el
juguetón gatito blanco despistado que habíamos observado por la tarde. Sin
embargo, era evidente que eran ratones. En las tiendas donde encontraban algo
de comida se quedaban más tiempo. Lo comentamos al día siguiente con cierto
asco. Salí al exterior, hice un pis y me volví a arrebujar entre las mantas.
Edil dormía como un bendito.
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