A las 5,45 sonó el móvil. No
quería perderme el amanecer, el último que podría disfrutar en el viaje. Se
hizo esperar, aunque ya se notaba un primer resplandor que dejaba una fina
cinta amarilla sobre el perfil de las montañas del este, las que estaban a
nuestra derecha. Compartí ese momento con Luisa y Jordi. El frío era tremendo y
se colaba hasta los huesos. No volví a entrar en calor hasta el desayuno.
El sol fue dando pinceladas
sobre las cimas. Se fue extendiendo y cambiando las señas cromáticas: un toque
añil, otro violeta, una banda anaranjada, la hierba rala que perdía su ocre
claro. Las boñigas de los animales estaban escarchadas. La pradera parecía
vacía.
Y, de pronto, un fogonazo. El
sol irrumpió con fuerza y con prisa y nos cegó en instantes. Trepó con ansia.
Las sombras se prolongaban hasta muy lejos. Eran parte de nosotros.
Regresé a la cama, intenté
dormir y entrar en calor, pero no lo conseguí. A las 7,10 sonó el despertador
de Edil. Aún remoloneé un ratito. Minutos después el campamento volvía a la
actividad.
El día era claro, el sol picaba
y no había una sola nube. Por eso pudimos tomar el camino hacia el paso de los Treinta
y Tres Papagayos. El nombre era extraño ya que, lógicamente, no había papagayos
en la zona. El número treinta y tres hacía referencia al número de curvas de la
pista de tierra del paso, con unas cicatrices en el terreno que hacían peligrar
la estabilidad del vehículo.
Hasta el paso nos fuimos
entreteniendo observando las formaciones de rocas y los cernícalos. También, a las
marmotas, culpables de los agujeros en el suelo. Al principio creí que pudieran
ser topos. No nos cansábamos que admirar el paisaje.
Desde lo alto del paso la
panorámica era impresionante. Se hundía profundamente y quedaba marcada por las
curvas, algunas absolutamente cerradas. Me recordaba el paso de San Bernardo,
en Suiza. Aquí, al menos, no había niebla. Si el día hubiera sido de lluvia
hubiéramos tenido que regresar por el camino que rodeaba el lago, y que recorrimos
el día anterior.
Desde este lugar se abarcaba
hasta un extremo del lago, un barranco profundo y ese salvaje hundimiento de la
tierra que era el paso. Por supuesto, aprovechamos para hacernos fotos con un
contraluz que me gustó, buscando hacia dónde iba el río que desaguaba hacia el
frente.
La hermosura iba paralela al
peligro. Cuando iniciamos el descenso, el vehículo se balanceaba continuamente,
el borde de la pista se despeñaba y todos mantuvimos un discreto silencio y una
concentración cómplice. Había que disfrutar del momento. Regresaron los
bosques. En esta vertiente el paisaje había cambiado.
Al llegar abajo, Edil propuso una
pequeña caminata hasta una cascada. Era un sendero estrecho repleto de
vegetación y flores de colores. Si todas las plantas hubieran tenido espinas,
nos hubiéramos destrozado la ropa y la piel, tan tupidos estaban los
matorrales. Paramos y nos quitamos la ropa de abrigo. En esa zona hacía
bastante calor.
El río bajaba potente, alegre,
juvenil, llenando el ambiente de un sonido cantarín. El desfiladero se fue
estrechando hasta que terminó en un talud rocoso por el que se precipitaba la
cascada más caudalosa del viaje. No era muy alta, pero arrojaba agua con
despilfarro, una exhibición de potencia que nos dejó impresionados.
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