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Kirguistán 37. Camino de Bishkek y tarde de compras. FIN




El resto del recorrido discurrió por un camino de cabras en una hermosa escenografía de valles estrechos o planos, montañas forradas de pinos o laderas en donde no crecía un solo árbol. Los ríos serpenteaban buscando la pendiente que les permitiera progresar hacia su destino. Después de tantas revueltas, la carretera de los chinos fue una bendición para nuestros riñones. Atravesamos un desfiladero no demasiado pronunciado y contactamos con la misma carretera del camino de ida.

Nuestro conductor puso música típica del país, que parecía india. Aún quedaban unas tres horas hasta la capital, por lo que todos nos planteamos dormir un poco. Entre medias, como en todo viaje de regreso, repasamos los aspectos más significativos del país: las montañas secas, los picos nevados, los ríos violentos, los terrenos erosionados, los campos de cultivo, los cementerios con mausoleos que parecían parques de casas típicas… y mucho más.


Realizamos una parada para estirar un poco las piernas. Al reanudar el recorrido observamos una zona en que vivían varias familias en antiguos vagones de tren. Parece que su forma de vida estaba relacionada con la cría de caballos.
Se hizo el silencio en el vehículo. Era evidente que ya no había interés por hacer fotos. Dormitamos.
Aún nos quedaba una tarde en Bishkek. El objetivo era dedicarla a hacer compras. Excepto Sole y Ricard, los demás apenas nos habíamos consagrado a ello.

Llegamos a la ciudad empapados en sudor y deshidratados. Al abandonar las montañas el calor se había impuesto sobre las llanuras. El conductor puso el aire acondicionado únicamente en el último suspiro, ya cerca de la ciudad. Edil quería dejarnos hora y media en un centro comercial para realizar esas últimas compras, pero queríamos ir primero al hotel, dejar las maletas y darnos una ducha. Fue al llegar al hotel cuando me di cuenta de que no llevaba el móvil. Me quedé un tanto chafado. Toda mi alegría desapareció durante un instante. Mis compañeros me miraron con compasión y trataron de animarme.
Tras afeitarme y ducharme recordé que quizás al sacar las tarjetas de memoria pude dejar el móvil sobre la mesa o el baúl de la yurta. Por alguna circunstancia, me despisté y se me olvidó. Siempre hago una última revisión antes de salir de la habitación o del lugar donde he dormido. Sin embargo, en esta ocasión no debí de hacerla porque apremiaban para subir las maletas. De todas formas, pensé que lo recuperaría, aunque sería un engorro. Por si acaso, bajé a la recepción, pedí un ordenador, me dieron uno con el teclado en cirílico, me ayudaron con el mismo y mandé unos correos para informar a mi familia de la incidencia. Edil llamaría al día siguiente a la agencia para que la próxima persona que fuera al campamento preguntara por él. No había cobertura y no podía llamar directamente.
Decía Javier Reverte que en todo viaje hay que constituir un fondo para sobornos, pérdidas, estafas y demás incidencias. Mis gastos en el viaje habían sido muy moderados, con lo que podía dotar ese fondo sin problema alguno.

Salimos a las seis para un último paseo hasta el centro comercial. Nos fijamos en unos edificios blancos de corte soviético que no habían revocado desde Lenin. Aquellas calles empezaban a resultar ajenas a nosotros ya que pensábamos más en el regreso, en nuestras casas y nuestras familias.
La labor en el centro comercial se saldó con un enorme éxito. Con decisión, fui buscando camisetas, imanes, pañuelos y todo aquello que pudiera agradar a mi familia. Eché mano de la ayuda de las Chicas Encarta y de Josep, que me animaron para pulirme mis últimos billetes, tanto que tuve que reprimirme al final para dejar algo para la cena y las propinas.

Cenamos en la terraza del hotel. Por supuesto, con una lentitud exasperante, aunque en esta ocasión nos sirvió para intercambiar los correos y los teléfonos, quizá conscientes de que no nos fuéramos a ver en el futuro, aunque sí nos comunicaríamos durante los próximos meses. Es la tónica general de los viajes.
Después de la cena, se despidieron de mí efusivamente y me desearon suerte en el viaje, y yo a ellos, y nos entró una nostalgia terrible. El resto del grupo realizaría un vuelo a Barcelona vía Estambul. El mío realizaría la misma escala, pero con destino a Madrid. Me recogerían a las 5 de la mañana.
Sentado ante la mesa de mi habitación del hotel y ordenando mis notas, reflexioné sobre la experiencia: me pareció muy positiva. Pensé que se abría un largo período para contar el viaje con el mayor detalle. Y, también, para sentirlo con una mayor intensidad.
Como dijo Kierkegaard, “sobre todo, no pierdas tu deseo de caminar: yo mismo camino diariamente hasta alcanzar un estado de bienestar y al hacerlo me alejo de toda enfermedad”.


FIN


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