El resto del recorrido discurrió
por un camino de cabras en una hermosa escenografía de valles estrechos o
planos, montañas forradas de pinos o laderas en donde no crecía un solo árbol.
Los ríos serpenteaban buscando la pendiente que les permitiera progresar hacia
su destino. Después de tantas revueltas, la carretera de los chinos fue una
bendición para nuestros riñones. Atravesamos un desfiladero no demasiado
pronunciado y contactamos con la misma carretera del camino de ida.
Nuestro conductor puso música
típica del país, que parecía india. Aún quedaban unas tres horas hasta la
capital, por lo que todos nos planteamos dormir un poco. Entre medias, como en
todo viaje de regreso, repasamos los aspectos más significativos del país: las
montañas secas, los picos nevados, los ríos violentos, los terrenos
erosionados, los campos de cultivo, los cementerios con mausoleos que parecían
parques de casas típicas… y mucho más.
Realizamos una parada para estirar
un poco las piernas. Al reanudar el recorrido observamos una zona en que vivían
varias familias en antiguos vagones de tren. Parece que su forma de vida estaba
relacionada con la cría de caballos.
Se hizo el silencio en el
vehículo. Era evidente que ya no había interés por hacer fotos. Dormitamos.
Aún nos quedaba una tarde en
Bishkek. El objetivo era dedicarla a hacer compras. Excepto Sole y Ricard, los
demás apenas nos habíamos consagrado a ello.
Llegamos a la ciudad empapados
en sudor y deshidratados. Al abandonar las montañas el calor se había impuesto
sobre las llanuras. El conductor puso el aire acondicionado únicamente en el
último suspiro, ya cerca de la ciudad. Edil quería dejarnos hora y media en un
centro comercial para realizar esas últimas compras, pero queríamos ir primero
al hotel, dejar las maletas y darnos una ducha. Fue al llegar al hotel cuando
me di cuenta de que no llevaba el móvil. Me quedé un tanto chafado. Toda mi
alegría desapareció durante un instante. Mis compañeros me miraron con
compasión y trataron de animarme.
Tras afeitarme y ducharme
recordé que quizás al sacar las tarjetas de memoria pude dejar el móvil sobre
la mesa o el baúl de la yurta. Por alguna circunstancia, me despisté y se me
olvidó. Siempre hago una última revisión antes de salir de la habitación o del
lugar donde he dormido. Sin embargo, en esta ocasión no debí de hacerla porque
apremiaban para subir las maletas. De todas formas, pensé que lo recuperaría,
aunque sería un engorro. Por si acaso, bajé a la recepción, pedí un ordenador,
me dieron uno con el teclado en cirílico, me ayudaron con el mismo y mandé unos
correos para informar a mi familia de la incidencia. Edil llamaría al día
siguiente a la agencia para que la próxima persona que fuera al campamento
preguntara por él. No había cobertura y no podía llamar directamente.
Decía Javier Reverte que en todo
viaje hay que constituir un fondo para sobornos, pérdidas, estafas y demás
incidencias. Mis gastos en el viaje habían sido muy moderados, con lo que podía
dotar ese fondo sin problema alguno.
Salimos a las seis para un
último paseo hasta el centro comercial. Nos fijamos en unos edificios blancos
de corte soviético que no habían revocado desde Lenin. Aquellas calles
empezaban a resultar ajenas a nosotros ya que pensábamos más en el regreso, en
nuestras casas y nuestras familias.
La labor en el centro comercial
se saldó con un enorme éxito. Con decisión, fui buscando camisetas, imanes,
pañuelos y todo aquello que pudiera agradar a mi familia. Eché mano de la ayuda
de las Chicas Encarta y de Josep, que me animaron para pulirme mis últimos
billetes, tanto que tuve que reprimirme al final para dejar algo para la cena y
las propinas.
Cenamos en la terraza del hotel.
Por supuesto, con una lentitud exasperante, aunque en esta ocasión nos sirvió
para intercambiar los correos y los teléfonos, quizá conscientes de que no nos
fuéramos a ver en el futuro, aunque sí nos comunicaríamos durante los próximos meses.
Es la tónica general de los viajes.
Después de la cena, se
despidieron de mí efusivamente y me desearon suerte en el viaje, y yo a ellos,
y nos entró una nostalgia terrible. El resto del grupo realizaría un vuelo a
Barcelona vía Estambul. El mío realizaría la misma escala, pero con destino a
Madrid. Me recogerían a las 5 de la mañana.
Sentado ante la mesa de mi
habitación del hotel y ordenando mis notas, reflexioné sobre la experiencia: me
pareció muy positiva. Pensé que se abría un largo período para contar el viaje
con el mayor detalle. Y, también, para sentirlo con una mayor intensidad.
Como dijo Kierkegaard, “sobre
todo, no pierdas tu deseo de caminar: yo mismo camino diariamente hasta
alcanzar un estado de bienestar y al hacerlo me alejo de toda enfermedad”.
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