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Kirguistán 32. Hacia el paso de Kalmak.




Quizá si el viaje hubiera finalizado en aquel momento me hubiera llevado un magnífico recuerdo de Kirguistán. Sin embargo, lo mejor estaba por llegar.
Nos levantamos disciplinadamente y tomamos un estupendo desayuno. Como se alargara el tránsito en el vehículo, no tendríamos tiempo para consumir las calorías ingeridas. A las nueve salimos, no sin antes despedirnos de la familia con cierta nostalgia. Los amigos temporales tienen ese inconveniente.


El pueblo estaba muy animado con su mezcla de lugareños vestidos de forma tradicional y los montañeros, excursionistas y demás visitantes. Entramos en un supermercado bien montado para abastecernos de vodka y otros licores, bebidas y comestibles para la última noche en el campo. Hasta entonces, cada vez que Edil nos había animado para comprar comida o bebida habíamos rechazado el ofrecimiento. Esta vez cambiamos de opinión.


En la primera parte de la jornada el paisaje se repitió con diversos matices: la intensidad de la luz, la claridad del cielo, las montañas escalonadas en varias formas y engalanadas con jirones de nubes, los ríos que se alternaban con los bosques, campos verdes donde resaltaban manchas de flores amarillas. Me gustaba ese panorama tras los cristales. Era una civilización básica bendecida por la naturaleza. Kirguistán era generoso con sus visitantes.


Recordé un pensamiento de Baudelaire en Un lugar fuera del mundo: “Yo pienso que sería feliz en aquel lugar donde casualmente no me encuentro, y este asunto de cambiar de casa es el tema de un diálogo perpetuo que mantengo con mi alma”. El viajero parecía condenado a vagar por el mundo en una continua insatisfacción que le impulsaba al cambio de lugar permanente para poder saciar su curiosidad o alimentar su alma, como al escritor francés le ocurría.


Salimos por la carretera A365 y la prolongamos hacia el sur. La otra forma de llegar al lago Son-Kul era por la A367, hacia el oeste, para después desviarse hacia el sur. Mis notas no eran demasiado fiables, pero consultando Google Maps localicé el pueblo de Tolok o Tyulek, que contaba con un campo de fútbol de hierba, aspecto que reflejé en el cuaderno. Siempre me sorprenderá la universalidad de este deporte. Hasta Tolok pasamos ante el río Ken Suu, o río Ancho y atravesamos el desfiladero del río Chuy, que trazaba varios meandros en un paisaje erosionado, con montañas nevadas a su espalda. Al buscarlos en Internet los resultados fueron negativos. Si mis datos eran correctos, dejamos atrás Sary-Bulak, que figuraba en el plano, y donde se abría una ruta circular. Tomamos el brazo hacia el oeste en dirección a Kalmak, un paso a 3.446 metros.


La climatología debía ser extrema. En invierno, por el crudo frío. En verano el calor apretaba bastante. La consecuencia era un paisaje de una desolación cautivadora, de un terreno arrasado por la lluvia, el hielo y el viento. El verdor de la zona cercana al río daba paso a montañas peladas, desérticas, ocre claro arañado por la intemperie.


Al realizar la parada en Kalmak sólo nos acompañaban el silencio y el lejano río. En ese paisaje era imposible la vida, pensé. Sin embargo, nos cautivó. Las torres de electricidad eran el signo de que la civilización aún se atrevía a penetrar en este medio. La carretera trazaba una línea de vida después de arrastrarse formando curvas.

Se sucedían los valles, las explotaciones agropecuarias, a veces, un pequeño islote que no llegaba a ser una aldea. En invierno, las montañas quedaban aisladas y las poblaciones nómadas bajaban al núcleo más cercano. En verano, había que aprovechar los pastos de las zonas altas.


Este era el ámbito donde vivir la idea de la vida nómada, de la trashumancia de las estepas, de un estilo de vida duro al que se habían aclimatado estas gentes. Era pura subsistencia.
Hacía frío, aunque el sol paliaba los efectos de la altura.

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