Quizá si el viaje hubiera
finalizado en aquel momento me hubiera llevado un magnífico recuerdo de
Kirguistán. Sin embargo, lo mejor estaba por llegar.
Nos levantamos disciplinadamente
y tomamos un estupendo desayuno. Como se alargara el tránsito en el vehículo, no
tendríamos tiempo para consumir las calorías ingeridas. A las nueve salimos, no
sin antes despedirnos de la familia con cierta nostalgia. Los amigos temporales
tienen ese inconveniente.
El pueblo estaba muy animado con
su mezcla de lugareños vestidos de forma tradicional y los montañeros,
excursionistas y demás visitantes. Entramos en un supermercado bien montado
para abastecernos de vodka y otros licores, bebidas y comestibles para la
última noche en el campo. Hasta entonces, cada vez que Edil nos había animado
para comprar comida o bebida habíamos rechazado el ofrecimiento. Esta vez cambiamos
de opinión.
En la primera parte de la
jornada el paisaje se repitió con diversos matices: la intensidad de la luz, la
claridad del cielo, las montañas escalonadas en varias formas y engalanadas con
jirones de nubes, los ríos que se alternaban con los bosques, campos verdes
donde resaltaban manchas de flores amarillas. Me gustaba ese panorama tras los
cristales. Era una civilización básica bendecida por la naturaleza. Kirguistán
era generoso con sus visitantes.
Recordé un pensamiento de
Baudelaire en Un lugar fuera del mundo:
“Yo pienso que sería feliz en aquel lugar donde casualmente no me encuentro, y
este asunto de cambiar de casa es el tema de un diálogo perpetuo que mantengo
con mi alma”. El viajero parecía condenado a vagar por el mundo en una continua
insatisfacción que le impulsaba al cambio de lugar permanente para poder saciar
su curiosidad o alimentar su alma, como al escritor francés le ocurría.
Salimos por la carretera A365 y
la prolongamos hacia el sur. La otra forma de llegar al lago Son-Kul era por la
A367, hacia el oeste, para después desviarse hacia el sur. Mis notas no eran
demasiado fiables, pero consultando Google Maps localicé el pueblo de Tolok o
Tyulek, que contaba con un campo de fútbol de hierba, aspecto que reflejé en el
cuaderno. Siempre me sorprenderá la universalidad de este deporte. Hasta Tolok pasamos
ante el río Ken Suu, o río Ancho y atravesamos el desfiladero del río Chuy, que
trazaba varios meandros en un paisaje erosionado, con montañas nevadas a su
espalda. Al buscarlos en Internet los resultados fueron negativos. Si mis datos
eran correctos, dejamos atrás Sary-Bulak, que figuraba en el plano, y donde se abría
una ruta circular. Tomamos el brazo hacia el oeste en dirección a Kalmak, un
paso a 3.446 metros.
La climatología debía ser
extrema. En invierno, por el crudo frío. En verano el calor apretaba bastante.
La consecuencia era un paisaje de una desolación cautivadora, de un terreno
arrasado por la lluvia, el hielo y el viento. El verdor de la zona cercana al
río daba paso a montañas peladas, desérticas, ocre claro arañado por la
intemperie.
Al realizar la parada en Kalmak sólo
nos acompañaban el silencio y el lejano río. En ese paisaje era imposible la
vida, pensé. Sin embargo, nos cautivó. Las torres de electricidad eran el signo
de que la civilización aún se atrevía a penetrar en este medio. La carretera
trazaba una línea de vida después de arrastrarse formando curvas.
Se sucedían los valles, las
explotaciones agropecuarias, a veces, un pequeño islote que no llegaba a ser una
aldea. En invierno, las montañas quedaban aisladas y las poblaciones nómadas
bajaban al núcleo más cercano. En verano, había que aprovechar los pastos de
las zonas altas.
Este era el ámbito donde vivir la
idea de la vida nómada, de la trashumancia de las estepas, de un estilo de vida
duro al que se habían aclimatado estas gentes. Era pura subsistencia.
Hacía frío, aunque el sol paliaba
los efectos de la altura.
0 comments:
Publicar un comentario