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Kirguistán 31. Nuestra estancia en Kochkor.

Si tienes la curiosidad de entrar en www.wikivoyage.org, encontrarás una breve referencia turística sobre Kochkor, una población de unos 10.000 habitantes y cabeza del distrito del mismo nombre. En el apartado See, qué ver, anunciaban un mercado de ganado los sábados. Desgraciadamente, nosotros llegamos un domingo. Había un parque con varias estructuras soviéticas en diferentes grados de uso, un museo que quizá estuviera cerrado, el palacio donde celebraban las bodas, un cine (cerrado) y el centro cultural, con una sala de billar, biblioteca, una sala para representaciones y vídeo juegos de la antigua URSS. Estuve tentado de ir sólo por verlos. Me olvidaba, también contaba con un polideportivo. No podían quejarse los lugareños de su equipamiento.

Kochkor era otra población que servía de base para excursiones y exploraciones. Contaba con algunas tiendas donde abastecerse antes de partir, varios restaurantes y una población de gente encantadora. Era un eje de comunicaciones. No era extraño encontrarse con extranjeros con aire de aventureros. Su estructura era alargada y de calles rectas. Las manzanas eran rectangulares. Estaba rodeada de poderosas montañas de nieves perpetuas.
Cuando leí en el programa del viaje que nos hospedaríamos en casas locales, me imaginé que sería en sencillas casas de campesinos. Nuestro hogar para aquella jornada fue una casa grande, de dos alturas, bien construida, el correspondiente a una villa o un chalet. Los dueños debían ser, sin duda, los más ricos de la ciudad. La señora apareció con un Mercedes algo antiguo, pero a la puerta había otro Mercedes 4 X 4 que costaba un pastón. Habían emigrado a Francia, a la región de Picardie, donde vivían durante el año, y pasaban los veranos atendiendo sus negocios en el pueblo.
El comedor, en la parte inferior, era amplio y una mesa gigante nos acogió para el tardío almuerzo a base de sopa con patatas y zanahoria, y arroz con ternera y verduras. Repusimos fuerzas de forma inmediata. La planta superior era la utilizada por los huéspedes.
Foto de Ana Iturrioz

La más simpática de la familia era la abuela, que era auténtica. No hablaba nada más que kirguiso, como era natural, con lo que su forma de diálogo era a base de sonrisas. Si detectaba que necesitabas algo buscaba a alguno de sus nietos, bastante pasotas.
Aprecié mucho el baño de la casa. La ducha era estupenda, como de spa casero. Después de haber vivido un poco al margen de la higiene, aquello fue un lujo. Mi espalda volvió a su sitio. Me premié con una siesta tras poner algo de orden en mis notas.

Dentro del imperio empresarial de la familia que nos albergaba, contaban con una tienda. El final del viaje se acercaba y habíamos tenido poco tiempo para hacer compras. Edil nos propuso acercarnos al lugar, que estaba a la vuelta de la esquina. La tienda de artesanías o antigüedades era como un gran desván al que hubieran ido a parar todos los cachivaches inútiles del pueblo. No solucionó nuestra necesidad, pero estuvo entretenido. Nada más entrar, un águila que había atrapado un zorro (disecados, no vayas a pensar mal) daba la bienvenida. Las otras piezas cobradas y colgadas de los muros eran menos macabras. Todo estaba en un tremendo desorden y con una capa de polvo admirablemente bien conservada. Quizá lo mejor eran los tejidos y las artesanías típicas. Al fondo, una sala reunía a Gorbachov y Lenin, carteles propagandísticos y esculturas de personajes antiguos. Para una persona alérgica al polvo, como soy yo, aquello era un peligro. Los vestidos tradicionales causaron sensación.

La cena fue a las 7,30. No sé si alguien salió a pasear por la tarde. Tuvo lugar en unas yurtas instaladas a la espalda de la tienda, el tercer elemento del imperio comercial. Nos recibió la dueña, nos sentamos a lo occidental, en sillas y no en el suelo. Sobre la mesa habían dispuesto varias ensaladas de tomate y berenjena, de zanahoria y col, de pepino y otras verduras ligeramente aliñadas y sabrosas. Lo acompañamos con varios panes recién hechos, uno de ellos con hierbas. Por supuesto, no podía faltar la sopa, esta vez con patata y trocitos de pasta. Todo sencillo y suculento, aprovechando los ingredientes más cercanos. La pasta no faltaba nunca, unas veces rellena de carne o verduras, o como fideos en las ensaladas, o con la carne, como guarnición. El pescado era raro en su dieta. De segundo pusieron un pimiento relleno de carne y arroz.

A los postres, nos agasajaron con unas canciones populares. Entraron los abuelos, un nieto y una hija, vestidos de forma tradicional. Lo más divertido fue el acompañamiento: unas cabritas mecánicas que saltaban. Nos cautivaron a todos. Con el espectáculo nos supieron mejor la sandía, el melón, las manzanas y las uvas. Para rematar, helado de nata y dulces. Edil comió poco, como era su costumbre. Siempre estaba pendiente de todo y ayudando a los que servían la comida.
A las nueve, salimos. Los niños aún jugaban y correteaban animosos. Una de las niñas iba disfrazada de bailarina y otra de gitana.

A 1800 metros, las noches son frías incluso en verano. Si corre el viento, transporta el aire helado de las montañas circundantes. Pero era aguantable y nos quedamos un rato contemplando las estrellas. Me hubiera tumbado en la calle y hubiera conversado con mis compañeros y disfrutando de aquel espectáculo. Era la fecha propicia para las Perseidas, las Lágrimas de San Lorenzo, pero el mejor momento para su observación sería cinco horas más tarde. La luna se ocultaba y la visión de meteoros superaría el centenar por hora. Nos fuimos a dormir media hora después.

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