El Playazo hacía honor a su
nombre: era una amplia playa de arena. Por una senda polvorienta me acerqué
hacia ella, aparqué y di un paseo hacia la batería de San Ramón, del siglo
XVIII (a instancias de Carlos III para defender las minas de oro), época en que
se fue consolidando la presencia humana. Allí estaba sobre un pequeño
promontorio, asomada al mar y controlando la llegada de barcos enemigos. Esta
fue zona sufridora de piratas berberiscos que realizaban rápidas incursiones y
arrasaban los pueblos. Las torres de vigía eran una constante. San Ramón se
complementaba con otras baterías de costa. Cruzaba su fuego con la de la cala
de San Pedro.
Meses más tarde, el 26 de
febrero de 2018, leí en el diario Marca que la propiedad estaba en venta por tres
millones de euros. Bajo su apariencia defensiva encerraba unas instalaciones
donde poder celebrar bodas u otros eventos. El recinto incluía dos salones,
cocina, patio con acceso a piscina, aljibe árabe y batería de cuatro cañones
(esta referencia aparecía con cierta ironía). El suministro de agua estaba
garantizado por un manantial de la finca, de unas cinco o seis hectáreas, y el
de electricidad por placas solares. Los actuales dueños eran medio centenar de
personas.
personas.
La batería había pasado por
diferentes usos hasta que el Estado la había vendido en 1875 a un particular en
1500 pesetas. En 1977 la compró un arquitecto y la reconvirtió en residencia, y
más recientemente pasó a esa comunidad de propietarios que la vendía. La
Comunidad Andaluza había desistido de adquirirla y reclamaba un horario de
visitas y su adecuada conservación al ser bien de interés cultural.
Solamente había dos
construcciones. Una, con aspecto de chiringuito, de puertas y ventanas verdes.
La otra, un cubo blanco y casi hermético, si no fuera por la puerta y la
ventana marrones. Ambas estaban cerradas.
A pesar de que no era temporada,
por allí pululaban unos con piraguas y traje de neopreno, otros, paseando al
perro, más allá gente que caminaba por los senderos. Entre dos pequeños cabos,
unos extranjeros se bañaban como Dios los trajo al mundo. Las aguas debían estar
frías, pero no se amilanaban. El color transparente compensaba del susto
helador.
Excepto las algas que se
acumulaban en el extremo más cercano a la batería, la playa estaba limpia, algo
que en temporada alta puede no ser habitual. Aunque instaban al visitante a que
se llevara su basura, no todo el mundo lo hacía. Las papeleras de la playa podían
ser insuficientes.
El cabo sur me recordó la cabeza
de un animal durmiente o moribundo. Era una montaña negra y casi exenta, un
contraste con la pureza horizontal de la playa hasta los acantilados blancos
desde donde la contemplaba. Ese contraste de colores, blanco y negro, era otro
de los atractivos de la amplia playa salvaje. Al acercarme más hacia la batería
comprobé formas caprichosas. Eran dunas petrificadas que habían sido modeladas
por el viento.
Sobre esa masa blanca en
descenso suave hacia el mar reinaba la fortaleza de formas redondas. Hacia el
exterior, tan sólo exhibía unas pequeñas grietas verticales, las ventanas o saeteras.
No parecía estar habitada en aquel momento. Tampoco quedaba claro su uso
actual. Leí que fue proyectada por José Crame y financiada por José Arias
(costó unos 200.000 reales de vellón) y que durante la Guerra de la
Independencia sufrió daños considerables.
Caminé por el acantilado blanco
y admiré las formas erosionadas. Me parecieron frágiles y necesitadas de
protección. Muchas pisadas inocentes podrían destruir en pocos años la obra de
siglos. Eran imaginativas, increíbles, ajenas al pensamiento ordenado del
hombre.
A lo lejos se sucedían las
montañas que iban a morir al mar. La parte inferior brillaba en un color claro
similar al que pisaba. Estaban tan peladas como las que había contemplado en mi
camino, como mucho con una tenue pelusilla verde de matorrales.
El mar en calma podía ser
traicionero. Unos paneles advertían de las fuertes corrientes que podían
activarse en cualquier momento y arrastrar a los bañistas por una fuerte
resaca. Si eso ocurría, lo mejor era dejarse llevar, no pelear directamente
contra la corriente y nadar hacia los lados para salir de su punto más
absorbente.
Hubiera podido prolongar más mi
exploración, pero tuve sed y recordé las advertencias para no sufrir
deshidratación. Caía el sol a plomo y me había desprendido del jersey. La gorra
hizo un buen trabajo.
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