Las Negras estaba situada entre
dos poderosas montañas que se adentraban en el mar formando dos cabos y una
pequeña serie de calas. Era la tónica habitual de la costa. Aquellos
acantilados imponían respeto. Eran de roca desnuda, lava negra y multitud de
cavidades.
El mar presentaba un aspecto
tranquilo, rayado o veteado, de un azul muy atractivo, algo oscuro sin ser
hosco. Para los que somos de interior, el mar es siempre un regalo que asocio
con vacaciones, con ocio, con escapadas, con una parte de mi felicidad no tan
cotidiana. Deseamos lo que es ajeno a nuestra vida inmediata.
Aparqué sin problemas en el
propio pueblo, que languidecía en aquella época del año, aunque atrajera aún a algunos
visitantes. Dos mujeres tomaban el sol sobre la arena. Una barca de pesca
atravesaba las aguas sin que se percibiera el ruido del motor. La mayoría de
las barcas estaban en la playa, varadas. Algunas, boca abajo.
Varios de los restaurantes que
daban al mar estaban abiertos. Algunas personas, bien abrigadas, desayunaban o
tomaban un café mirando el paisaje marítimo, disfrutando del sol, dejándose
acariciar por el rumor del mar y pasando la vista por los cabos. Imperaba el
silencio. Una mosca cojonera no me daba tregua cada vez que me paraba.
Imaginé aquel lugar en verano.
Me habían comentado que se llenaba de gente, dentro de sus posibilidades, nada
que ver con Levante. Aquí ningún edificio agredía el paisaje y se conformaban
con una altura prudente.
La gente era bastante
alternativa, un tanto hippie, menos
convencional de lo que era habitual en el Mediterráneo. Sin duda, buscaban paz,
buena temperatura, el potente reflejo del sol sobre el mar que no podrían
disfrutar en sus lugares de origen. La prisa era un concepto inasumible. Se
caminaba sin un destino claro.
Caminé hacia los dos lados de la
playa. En el paseo marítimo las palmeras habían bombardeado con dátiles el
suelo. De los restaurantes empezaba a salir un olor sabroso. Sin duda, el
pescado sería delicioso. Me hubiera gustado bucear en aquellas aguas.
Las gaviotas se posaban sobre el
mar sin alboroto, como si quisieran pasar la mañana sin sus habituales griteríos.
El dueño de un bar se aburría de lo lindo y me observaba mientras escribía.
Amagó un par de veces con desplegar las sillas blancas de la terraza, aunque se
dio cuenta de que no tenía sentido. Charló con el primero que pasó y casi se
acercó a pegar la hebra con tres solitarios visitantes que venían de dar un
paseo por la playa. De fondo, se escuchaba una tenue música y alguna
conversación perdida en inglés.
Tomé el coche y me fui en
dirección al camping. Estaba instalado en una vaguada o una rambla que concluía
en una cala. El cabo parecía la cabeza de un pato que apoyaba el largo pico
sobre el mar.
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