El sol protagonizó aquella
mañana de noviembre. Era sábado, me encontraba en el interior de la provincia
de Almería, había cumplido con mis obligaciones profesionales y me disponía a
visitar la costa, en concreto, el cabo de Gata.
La autovía de Murcia a Granada me
recibió con placidez. Los kilómetros pasaron con inercia y cierto aburrimiento
que paliaba la música de la radio, a la que tampoco hice demasiado caso. El
tráfico era abundante, a pesar de ser temprano, y el paso de los pueblos
marcaba un motivo para salir de esa dinámica. Lorca y los karsts del Parque Natural de los Yesos de Sorbas fueron las
referencias más señeras.
Un mar de luz, rezaba la breve
guía editada por la Diputación de Almería. Esa luz brillaba sobre el mar de
plásticos que se extendía desde las montañas hacia la costa. Era el envoltorio
de una de las principales fuentes de riqueza de la provincia. La agricultura de
invernaderos se había impuesto desde hacía décadas. La recordaba de mis
primeras prácticas laborales allá por 1986. Era una de las señas de identidad
del campo almeriense.
Aunque mi intención era tomar el
desvío de San José, salí de la autovía en el señalizado hacía Las Negras. Había
varios lugares por los que penetrar en el parque natural, que se extendía por
la costa unas decenas de kilómetros. Salté Fernán Pérez, un pueblo que me
pareció prescindible. Desde allí, tuve la impresión de haber penetrado en el
desierto. El paisaje era seco, áspero, de escasa vegetación y abundante
desolación. Avanzaba entre montañas bajas de origen volcánico. La erosión había
realizado el resto.
Siempre me ha fascinado el
desierto, por extraño que pueda suponer. Para mí era el minimalismo de la
naturaleza, seco y calcinado por el sol. El desierto era espacio no invadido,
virgen, hostil con quien no cumplía sus reglas ni respetaba sus dictados
inmanentes. Era libertad y comunión con el mundo primitivo, sin las distracciones
modernas. Jesucristo fue puesto a prueba en el desierto. Por algo sería. Quizá
porque el desierto era iniciación, transformación de almas. Y silencio.
Descendí desde las montañas. En un
hueco de las mismas se había colado un pueblecito blanco de construcciones con
terraza plana. Las construcciones se escalonaban, muchas de ellas hasta el
núcleo urbano. Se protegían de los curiosos tras el verdor de los árboles.
Hacia el mar, sobresalían las cabezas pomposas de las palmeras.
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