Edil, nuestro guía, comentó que
sus padres odiaban a Gorbachov por haber concedido la independencia a su país.
Lejos de ser un motivo de alegría que hubiera lanzado al pueblo a las calles, supuso,
en general, la terminación de un régimen protector del trabajador y del
ciudadano. Durante la época soviética el trabajo estaba garantizado y las
condiciones de vida eran igualitarias. Con la independencia se cerraron
fábricas, se marcharon los capitales y sus dueños, y todo aquel que pudo abandonar
el país. Edil nos informó de un enorme drama, de gente muriendo de hambre, algo
que excedía el empeoramiento de las condiciones de trabajo, algo que no era
asumible por el pueblo.
Sin embargo, parecía que después
de los primeros años duros y frustrantes la vida volvía a sonreír al país. A la
vista estaba que sus condiciones habían mejorado. Un paseo por Bishkek al
atardecer lo confirmaba. También que los kirguises eran gente luchadora e inconformista
y que cuando les tocaban la fibra sensible saltaban, se arrojaban a la calle y luchaban
por sus derechos.
Nuestro hotel estaba muy cerca
del centro, de la plaza Independencia (Ala Too), antigua plaza Lenin, que
aglutinaba la mayor parte de los edificios oficiales, enormes, sobrios y de
inspiración soviética. Era un espacio enorme con varias fuentes y muchas
flores, una incitación a dejarse llevar por su placidez. La avenida Chuy la
atravesaba. En su entorno se encontraban algunos ejemplos de ese espíritu
luchador. El primero, y quizá el más impresionante, era la antigua Fiscalía,
uno de los instrumentos de opresión. El edificio fue quemado en un ataque de
ira popular en 2010. Me recordó a una fábrica abandonada. No había sido
rehabilitado ni demolido, como si quisieran dejar constancia de lo que le podía
ocurrir a los que no respetaban la democracia. Una seria advertencia.
El segundo lugar emblemático del
espíritu libertario era el monumento a los caídos en las dos recientes
revoluciones de 2005 y 2010, situado en un extremo de la plaza y frente al cubo
blanco del Parlamento. Desde su azotea habían disparado los francotiradores al
pueblo indignado causando una auténtica carnicería. Murieron la mayoría de los
manifestantes.
El monumento estaba compuesto de
dos bloques, uno de color blanco y otro negro. Tres hombres empujaban con
esfuerzo supremo el bloque negro, el de la opresión, como queriendo alejarlo
del bien, simbolizado por el bloque blanco, el que retenía los matices
positivos de la libertad. Tras contemplar el monumento oteé la plaza buscando
los componentes actuales de aquel pueblo luchador que paseaba con los niños, se
sentaba en los bancos y pasaba la tarde de verano de forma plácida y tranquila.
Trazamos un rodeo para alcanzar
el monumento a las nacionalidades. En la parte baja de la columna estaban
representadas diversas figuras que simbolizaban los diversos grupos étnicos que
formaban el país y vivían en relativa armonía. Esas nacionalidades se
identificaban con los cuarenta rayos del sol de la bandera, roja por la sangre
de los pueblos. En el centro, aparecía una yurta que simbolizaba la paz y la
familia. Para los kirguises el hogar y el trabajo equivalían a paz y
prosperidad.
El enorme edificio que cerraba
la plaza por un extremo albergaba el museo de Historia. Llevaba cerrado tres
años por reformas y previsiblemente permanecería cerrado algún tiempo más ante
la ausencia de fondos para concluirlas. Era una de las visitas esenciales de la
capital, que, lógicamente, quedará para futuras ocasiones.
A esa hora se producía el cambio
de guardia. Bajo una enorme bandera al viento montaban guardia los soldados que
eran relevados cada hora. Los que los sustituían venían desde la zona del museo
al paso de la oca y sosteniendo el fusil con una mano. El fusil no llevaba
cargador. Con solemnidad completaron el acto.
Las añoranzas de la época
soviética quedaban claras. Una enorme escultura de Lenin, que había presidido
la plaza principal, adornaba los jardines que se desplegaban a la espalda del
museo. Nos llamó la atención ya que no eran habituales en esta época las
esculturas dedicadas al fundador de la Unión Soviética, que gozaba de una gran
popularidad, y de representaciones en casi todas las ciudades del país. Más
allá, Marx y Engels compartían pedestal en una misma representación. Una alta
columna conformaba el memorial de la Guardia Roja.
Pasamos la sede del Gobierno y
del Primer Ministro, en estilo neoclásico, el Tribunal Supremo, ante cuyas
puertas se apeó un grupo de soldados, y paseamos por el parque Dubovy o del
roble, que oficialmente se denominaba Chingiz Artmatov. Bajo sus árboles se
desplegaba un museo de esculturas al aire libre acompañadas por hermosas
manchas de flores. En la ciudad abundaban los jardines, como el cercano parque
Panfilov, a la espalda del Parlamento.
En el plano cultural destacaban
el Teatro de Ópera y Ballet, cerrado por estas fechas al no haber
representaciones en verano, el Teatro Ruso y el Museo de Bellas Artes. Una
opción para comer era el hermoso restaurante Frunze.
Pasamos ante una estatua que
hubiera asociado con Maurice Chevalier por la pose que ofrecía. Estaba dedicada
al gran actor Suimenkul Chokmorov. Quizá ese nombre no te diga nada salvo que
hayas visto la famosa película Dersu Uzala, que protagonizaba este actor
kirguís y que está basada en la obra del mismo título escrita por el explorador
ruso Vladimir Arseniev. Aunque está situada en la región de Ussuri, en la
frontera natural entre Siberia y China, ilustra la relación entre dos mundos: el
de Arseniev y el de Dersu Uzala.
En otra plaza, se rendía
homenaje a una gobernadora del sur que había pactado con los rusos para
sobrevivir a las intrigas y amenazas de sus vecinos y que murió en 1907 cuando
ya los rusos se habían impuesto definitivamente. No reseñé su nombre en mis
notas pero sí dejé su imagen en mi cámara.
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