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Kirguistán 4. ...Y el regreso.



El regreso no debiera haber sido más que un trámite simétrico de la subida que hubiera dado para pocas líneas. Pero tuvo sus incidencias, o sus anécdotas y aventuras, que para eso viajamos.
Caminamos una media hora, de pulmones hinchados por el éxito, hasta un bosquecillo que ofrecía una sombra sana y deleitosa, con unas rocas que sirvieron de asientos y mesas improvisadas. Allí desplegamos las viandas que habíamos comprado en la ciudad y comimos plácidamente.

Sin embargo, Edil nos apremió. Cierto que habíamos tardado más en la subida de lo estimado, pero la alarma surgió por la oscuridad del cielo: esta vez no se abrió después de un rato de concentración masiva. A lo lejos, las nubes eran negras, hurañas, de rostros cargados de mala leche. Recogimos y Edil impuso un ritmo vivo, incluso fuerte. Unos minutos después sonaron los primeros truenos, lejanos, menos mal. Se hizo el silencio, nos concentramos y apretamos el paso. Nadie paró a hacer fotos, algo que sí habíamos realizado a la ida.


Poco después nos encontramos con Iluminada y Javier. Habían empezado sobre la una de la tarde y con firmaron que el cielo tenía mala pinta. Viniendo de gente experta aquello era una seria advertencia. Aunque siguieron un rato, las primeras gotas les convencieron para regresar. Poco después nos habían alcanzado. El resto de su grupo se unió a nosotros.
Antes de que nos alcanzaran tuve mi primera caída. Resbalé y me fui al suelo sin demasiadas consecuencias. Me levanté por mí mismo y continué a paso vivo, aunque ya con cierto temor. No talonaba con fuerza y metía los pies de lado, un movimiento antinatural que generaba una aparente seguridad y molestias futuras en la cadera. Empezó a llover, paramos para sacar los chubasqueros y las capas. Nuestras caras debían ser un poema.

La tierra polvorienta se había amazacotado formando un barrillo que daba más consistencia a nuestros pasos. El peligro eran las tierras pulidas, que quedaron resbaladizas. En una de ellas, que no pude evitar, resbalé, se me enganchó la puntera y al caer mi pie izquierdo se quedó atrás. Noté un pinchazo en el muslo. Javier, que iba detrás de mí se asustó más que yo, porque había quedado en una posición entre cómica y preocupante, completamente despatarrado. Me ayudaron a levantarme, les tranquilicé más que ellos a mí y continuamos. La mochila me había salvado de golpearme la espalda. Ana, la de Sestao, me dio uno de sus bastones. Cuando hice amago de rechazarlo se enfadó cariñosamente conmigo, no admitió mis excusas y me convenció para que lo aceptara. Se lo agradecí todo el viaje y mucho tiempo después.
El bastón me dio confianza. La que era una clara experta en su uso era Iluminada, que bajaba a toda velocidad clavando los bastones como si estuviera en una pista de esquí realizando slalom.

Hubo unos minutos en que llovió bastante fuerte. Lo de menos era calarse. Lo peor es que me caí por tercera vez, aunque sin hacerme daño. Me puse perdido de barro. Aceleramos todos. Dejó de llover y comprobé que estaba empapado en sudor y agua.
Al llegar a un pequeño bosque respiramos aliviados. Con el asfalto sólo faltó que nos abrazábamos. Eran casi las cuatro de la tarde. Sole, Albert y Josep nos recibieron con cierta angustia. Me premié con una botella grande de agua y estuve un buen rato realizando estiramientos y activando la musculatura con la pelota que llevaba en la mochila.
Poco después apareció un grupo de soldados que, sin duda, había subido por las distintas sendas para comprobar que no quedaba nadie y que nadie necesitaba ayuda. El grueso de la gente fue llegando con cara alegre por haber consumado una jornada de trekking.
En la bajada nos quedamos dormidos debido al cansancio. En la ciudad comprobamos que había bastante más tráfico que por la mañana. Poco después de las cinco llegamos al hotel. Edil nos dio una hora para ducharlos, relajarnos y descansar. Había que realizar la visita de la ciudad.

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