El regreso no debiera haber sido
más que un trámite simétrico de la subida que hubiera dado para pocas líneas.
Pero tuvo sus incidencias, o sus anécdotas y aventuras, que para eso viajamos.
Caminamos una media hora, de pulmones
hinchados por el éxito, hasta un bosquecillo que ofrecía una sombra sana y
deleitosa, con unas rocas que sirvieron de asientos y mesas improvisadas. Allí
desplegamos las viandas que habíamos comprado en la ciudad y comimos
plácidamente.
Sin embargo, Edil nos apremió.
Cierto que habíamos tardado más en la subida de lo estimado, pero la alarma
surgió por la oscuridad del cielo: esta vez no se abrió después de un rato de
concentración masiva. A lo lejos, las nubes eran negras, hurañas, de rostros
cargados de mala leche. Recogimos y Edil impuso un ritmo vivo, incluso fuerte.
Unos minutos después sonaron los primeros truenos, lejanos, menos mal. Se hizo
el silencio, nos concentramos y apretamos el paso. Nadie paró a hacer fotos,
algo que sí habíamos realizado a la ida.
Poco después nos encontramos con
Iluminada y Javier. Habían empezado sobre la una de la tarde y con firmaron que
el cielo tenía mala pinta. Viniendo de gente experta aquello era una seria
advertencia. Aunque siguieron un rato, las primeras gotas les convencieron para
regresar. Poco después nos habían alcanzado. El resto de su grupo se unió a
nosotros.
Antes de que nos alcanzaran tuve
mi primera caída. Resbalé y me fui al suelo sin demasiadas consecuencias. Me
levanté por mí mismo y continué a paso vivo, aunque ya con cierto temor. No talonaba
con fuerza y metía los pies de lado, un movimiento antinatural que generaba una
aparente seguridad y molestias futuras en la cadera. Empezó a llover, paramos
para sacar los chubasqueros y las capas. Nuestras caras debían ser un poema.
La tierra polvorienta se había
amazacotado formando un barrillo que daba más consistencia a nuestros pasos. El
peligro eran las tierras pulidas, que quedaron resbaladizas. En una de ellas,
que no pude evitar, resbalé, se me enganchó la puntera y al caer mi pie
izquierdo se quedó atrás. Noté un pinchazo en el muslo. Javier, que iba detrás
de mí se asustó más que yo, porque había quedado en una posición entre cómica y
preocupante, completamente despatarrado. Me ayudaron a levantarme, les
tranquilicé más que ellos a mí y continuamos. La mochila me había salvado de
golpearme la espalda. Ana, la de Sestao, me dio uno de sus bastones. Cuando
hice amago de rechazarlo se enfadó cariñosamente conmigo, no admitió mis
excusas y me convenció para que lo aceptara. Se lo agradecí todo el viaje y
mucho tiempo después.
El bastón me dio confianza. La que
era una clara experta en su uso era Iluminada, que bajaba a toda velocidad
clavando los bastones como si estuviera en una pista de esquí realizando
slalom.
Hubo unos minutos en que llovió bastante
fuerte. Lo de menos era calarse. Lo peor es que me caí por tercera vez, aunque
sin hacerme daño. Me puse perdido de barro. Aceleramos todos. Dejó de llover y comprobé
que estaba empapado en sudor y agua.
Al llegar a un pequeño bosque
respiramos aliviados. Con el asfalto sólo faltó que nos abrazábamos. Eran casi
las cuatro de la tarde. Sole, Albert y Josep nos recibieron con cierta
angustia. Me premié con una botella grande de agua y estuve un buen rato
realizando estiramientos y activando la musculatura con la pelota que llevaba en
la mochila.
Poco después apareció un grupo
de soldados que, sin duda, había subido por las distintas sendas para comprobar
que no quedaba nadie y que nadie necesitaba ayuda. El grueso de la gente fue
llegando con cara alegre por haber consumado una jornada de trekking.
En la bajada nos quedamos
dormidos debido al cansancio. En la ciudad comprobamos que había bastante más
tráfico que por la mañana. Poco después de las cinco llegamos al hotel. Edil
nos dio una hora para ducharlos, relajarnos y descansar. Había que realizar la
visita de la ciudad.
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