La ruta de la cascada de Ak-Say
era la más accesible y la más popular. Eran tres horas de ligero ascenso con
algunos tramos más duros o exigentes, aunque no ofrecía dificultades que
descalificaran al caminante medio. Para quien quisiera algo más suave podía
optar por la ruta del río, cuyo primer tramo era común con el de la cascada.
La iniciamos con una agradable senda
que se abría entre los altos y esbeltos árboles y que estaba limitada por el
matorral. Iba paralela al río y nos introducía hacia el valle, que se
estrechaba hacia el horizonte, oculto parcialmente por las coníferas. Era un
paisaje alpino. Caminábamos bastante agrupados, con Edil marcando el ritmo y
comprobando a ratos regulares si no se había despistado nadie.
Tomamos otra senda a la
izquierda y empezamos a subir. Cesaron casi completamente las conversaciones, acoplamos
la respiración y hubo menos opciones de contemplar aquel paisaje de elevadas
montañas, el río bravo que rugía en la parte baja y las flores. Para disfrutar
de todo ello realizábamos paradas, cada uno a su aire, para recuperar el
resuello y apreciar el espectáculo natural. El torrente que ahora quedaba a nuestra
derecha y que confluía poco después de donde nos habíamos desviado con el río
principal, el Ala Archa, dejaba un rastro de rocas peladas que me pareció una
morrena. Has allá de la cascada se encontraba el glaciar Ak-Say. Hubiéramos
necesitado bastante tiempo más y mucha más pericia para alcanzarlo.
El camino era poco consistente,
con tierra que hacía resbalar el calzado, lo que me hizo pensar en las posibles
dificultades de la bajada, que quedarían confirmadas horas más tarde. Mis
suelas estaban más gastadas de lo que imaginaba. Las chicas Encarta avanzaban
ayudadas por los bastones. Al final de la caminata me di cuenta de su utilidad.
Empecé a sudar abundantemente. Recordé que había que activar los abdominales
para que la pelvis fuera fija y se resintiera lo menos posible mi cuerpo. La
mochila aún no causaba la sensación de pesadez originada por el cansancio.
Había bastante tráfico de
montañeros y caminantes. Aquellos iban cargados hasta los topes y saludaban
desde su juventud exultante con sonrisas conquistadoras de cimas. Quizá habían
dormido en la parte más alta, donde el glaciar, y habían emprendido el regreso
a primera hora. Pero la mayor tendencia era ascendente, de los excursionistas
de mañana.
Yo llevaba una camiseta de Nepal
con un dibujo de yaks. Parecía darme cierto prestigio ya que causó admiración, como
si la camiseta me la hubieran entregado tras alguna hazaña montañera. Yo
insistía en que no era un sherpa y que mi porteador debía haber alcanzado la
meta mucho antes. Había que tomar el esfuerzo con deportividad y buen humor.
Las nubes jugaban al ratón y al
gato. Igual se cerraban y proporcionaban un rato de sombra y bienestar, que volvían
a dejar que el sol se derramara y picara sobre la piel. Los movimientos eran
rápidos: amenaza de lluvia, luz diáfana y vuelta a empezar.
Tras una primera fase de subida
un tanto penosa por lo irregular del terreno, el sendero se estabilizó. La
primera parada la efectuamos en el lugar denominado Corazón Partido. Las
crestas de las montañas parecían más afiladas desde aquella roca partida, un
mirador excelente de toda la contornada. Se respiraba libertad y cierta
satisfacción por lo bien que habíamos completado la primera etapa. Bebimos un
poco de agua, tomamos unos frutos secos, nos hicimos unas fotos para dar
envidia al regreso y reanudamos la marcha. El torrente, casi seco, se abría
paso por el valle y marcaba el desarrollo posterior. Al fondo, las montañas
presentaban nieves perpetuas.
Recuerdo un largo tramo por una
pradera bucólica, los árboles en un plano más bajo, el espacio abierto y la
sensación de libertad. El siguiente recuerdo es el paso de un riachuelo que se
deslizaba entre grandes rocas blancas por las que había que saltar. Me sentí un
poco torpe y agradecí la ayuda de los más expertos.
El grupo se fue alargando, y a
ratos, concentrándose. Las fotos servían como elemento unificador. Un detalle
más destacado que los demás ayudaba a esas pequeñas paradas técnicas. Efectuamos
una nueva parada algo más larga antes de acometer la última etapa.
La cascada era perfectamente
visible, como una herida en la roca, como la entrada a otro mundo o simplemente
como nuestro destino. La última parte fue bastante exigente y en algunos
momentos nos vimos obligados a gatear sobre las rocas para poder cruzarlas sin
peligro. Daba tres pasos y paraba, sudando profusamente, notaba el esfuerzo en
las piernas, pero el sonido del agua en su caída me daba nuevas fuerzas. Hasta
me atreví a pasar a alguna de mis compañeras.
En la cascada había bastante
gente, por lo que no nos demoramos mucho, lo suficiente para recuperar la
respiración, documentar nuestro logro en las cámaras y saborear nuestro triunfo
dejando que el agua mojara nuestro rostro.
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