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Kirguistán 27. La cascada de las Trenzas de la Chica.



Edil nos había emplazado para una excursión a una hermosa cascada de nombre sugerente: Las Trenzas de la Chica. Sólo aceptamos el reto Ana, la de Sestao, Luisa, Jordi y yo. Nos convocó un poco antes de las cuatro de la tarde. Ana la de San Sebastián me cedió sus bastones en un guiño que agradezco por mi seguridad.

Atravesamos la pradera, cruzamos un frondoso bosque de pinos altísimos perfectamente alineados y salimos a otra pradera antes de empezar la subida. La mayor curiosidad eran las casas de aspecto alpino en donde estuvo recuperándose el cosmonauta soviético Yuri Gagarin después de su hazaña en el espacio. El centro espacial soviético (y posteriormente el ruso) estaba en la vecina Kazajastán, lo que explicaba la utilización del lugar. Al hilo de esta aventura espacial, Jordi comentó que en una misión anterior habían mandado a la perrita Leila como tripulante de una nave que debía dar una vuelta a la tierra. Eran tiempos de la Guerra Fría y de la alta competencia entre el Este y el Oeste, de ahí que vendieran al mundo su éxito: la perrita había logrado sobrevivir a la misión. Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Sin embargo, la perrita no sobrevivió y se utilizó para esta pantomima a la gemela del animal.


El lugar era muy popular entre las gentes del país que acudían en agosto y en los fines de semana para disfrutar del campo y olvidarse del calor. Acudían las familias al completo. Muchas de estas personas regresaban por la noche, por lo cual el lugar quedaba tranquilo al atardecer. La sensación era que había demasiada gente, demasiados domingueros que entorpecían la visión sublime del campo. Pero, también, permitía observar el ocio de estas personas sencillas y educadas. Desgraciadamente, fue el primer lugar del país en donde encontramos basura desparramada, aunque, en general, el lugar estaba bastante limpio.


La ruta hacia la cascada era muy asequible y al cabo de un rato íbamos acompañados de familias numerosas, mal equipadas de calzado, que ascendían el camino polvoriento. Temí que en el descenso pudiera resbalarme. Paramos en varias ocasiones para admirar el paisaje alpino y realizar alguna foto.


El desnivel general era pequeño, unos 200 metros, hasta una altura de 2400 metros. El último tramo era algo más penoso y peligroso. Edil nos mostró el lugar en donde el año anterior se había matado un coreano. Para evitar nuevas desgracias habían puesto una valla que salvaba una considerable caída.


Caminamos arropados por el rumor sofocado de la naturaleza, por los brazos de los árboles que regalaban una sombra generosa. Las raíces se arrastraban retorcidas por el camino. En los huecos de la espesura contemplamos las montañas y los valles.


La cascada estaba escondida entre los árboles y derramaba un regato de agua desde las peñas más altas, que las hacía brillar. Los más atrevidos se acercaban para refrescarse y, por supuesto, para dejar constancia de haber culminado su hazaña. Nosotros no fuimos ajenos a ello.


Nuevamente en la pradera, los niños jugaban animadamente. La tarde se cernía sobre el valle, aunque aún era alumbrado por los rayos del sol, por un sereno resplandor. El sonido del río se hizo más evidente y nos aventuramos a la segunda ruta señalada, paralela al torrente blanco y espumoso. Una familia bastante numerosa nos saludó con cordialidad al pasar cerca de ellos. Los rebaños eran conducidos a sus cercados. Parecía que la actividad iba a cesar paulatinamente.


La ruta del río estaba solitaria. Solamente al principio nos cruzamos con alguno de los compañeros que regresaba. Oscurecía con parsimonia, por lo que fuimos controlando los tiempos mientras nos empapábamos del paisaje. Cruzamos un puente cerca de una zona donde el río se aceleraba y formaba pequeños rápidos. El agua saltaba sobre las peñas.
Nos atrevimos a caminar hasta la siguiente vertiente o hasta donde el camino perdía interés y el cielo ganaba en tonos grises.

Cruzamos varios puentes de regreso y alcanzamos el campamento casi a la hora de cenar. A las ocho, estábamos sentados en la amplia yunta para disfrutar de nuestra sopa de verduras y una especie de rollito de primavera circular. El plato de dulce sacó nuestro lado más goloso.

El prado aislado y silencioso era el lugar ideal para una nueva observación de las estrellas. Nos alejamos un poco del campamento y nos concentramos en la riqueza de puntitos del cielo, un salpullido luminoso que nos mantuvo agrupados señalando al orbe y compitiendo por la observación de estrellas fugaces.
Nos acostamos felices y con un puntito de felicidad.

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