Edil nos había emplazado para
una excursión a una hermosa cascada de nombre sugerente: Las Trenzas de la Chica.
Sólo aceptamos el reto Ana, la de Sestao, Luisa, Jordi y yo. Nos convocó un
poco antes de las cuatro de la tarde. Ana la de San Sebastián me cedió sus
bastones en un guiño que agradezco por mi seguridad.
Atravesamos la pradera, cruzamos
un frondoso bosque de pinos altísimos perfectamente alineados y salimos a otra
pradera antes de empezar la subida. La mayor curiosidad eran las casas de
aspecto alpino en donde estuvo recuperándose el cosmonauta soviético Yuri
Gagarin después de su hazaña en el espacio. El centro espacial soviético (y
posteriormente el ruso) estaba en la vecina Kazajastán, lo que explicaba la
utilización del lugar. Al hilo de esta aventura espacial, Jordi comentó que en
una misión anterior habían mandado a la perrita Leila como tripulante de una
nave que debía dar una vuelta a la tierra. Eran tiempos de la Guerra Fría y de
la alta competencia entre el Este y el Oeste, de ahí que vendieran al mundo su
éxito: la perrita había logrado sobrevivir a la misión. Las imágenes dieron la
vuelta al mundo. Sin embargo, la perrita no sobrevivió y se utilizó para esta
pantomima a la gemela del animal.
El lugar era muy popular entre
las gentes del país que acudían en agosto y en los fines de semana para disfrutar
del campo y olvidarse del calor. Acudían las familias al completo. Muchas de
estas personas regresaban por la noche, por lo cual el lugar quedaba tranquilo
al atardecer. La sensación era que había demasiada gente, demasiados
domingueros que entorpecían la visión sublime del campo. Pero, también,
permitía observar el ocio de estas personas sencillas y educadas.
Desgraciadamente, fue el primer lugar del país en donde encontramos basura desparramada,
aunque, en general, el lugar estaba bastante limpio.
La ruta hacia la cascada era muy
asequible y al cabo de un rato íbamos acompañados de familias numerosas, mal
equipadas de calzado, que ascendían el camino polvoriento. Temí que en el
descenso pudiera resbalarme. Paramos en varias ocasiones para admirar el
paisaje alpino y realizar alguna foto.
El desnivel general era pequeño,
unos 200 metros, hasta una altura de 2400 metros. El último tramo era algo más
penoso y peligroso. Edil nos mostró el lugar en donde el año anterior se había
matado un coreano. Para evitar nuevas desgracias habían puesto una valla que
salvaba una considerable caída.
Caminamos arropados por el rumor
sofocado de la naturaleza, por los brazos de los árboles que regalaban una sombra
generosa. Las raíces se arrastraban retorcidas por el camino. En los huecos de
la espesura contemplamos las montañas y los valles.
La cascada estaba escondida
entre los árboles y derramaba un regato de agua desde las peñas más altas, que
las hacía brillar. Los más atrevidos se acercaban para refrescarse y, por
supuesto, para dejar constancia de haber culminado su hazaña. Nosotros no
fuimos ajenos a ello.
Nuevamente en la pradera, los
niños jugaban animadamente. La tarde se cernía sobre el valle, aunque aún era
alumbrado por los rayos del sol, por un sereno resplandor. El sonido del río se
hizo más evidente y nos aventuramos a la segunda ruta señalada, paralela al
torrente blanco y espumoso. Una familia bastante numerosa nos saludó con
cordialidad al pasar cerca de ellos. Los rebaños eran conducidos a sus
cercados. Parecía que la actividad iba a cesar paulatinamente.
La ruta del río estaba
solitaria. Solamente al principio nos cruzamos con alguno de los compañeros que
regresaba. Oscurecía con parsimonia, por lo que fuimos controlando los tiempos
mientras nos empapábamos del paisaje. Cruzamos un puente cerca de una zona
donde el río se aceleraba y formaba pequeños rápidos. El agua saltaba sobre las
peñas.
Nos atrevimos a caminar hasta la
siguiente vertiente o hasta donde el camino perdía interés y el cielo ganaba en
tonos grises.
Cruzamos varios puentes de
regreso y alcanzamos el campamento casi a la hora de cenar. A las ocho,
estábamos sentados en la amplia yunta para disfrutar de nuestra sopa de verduras
y una especie de rollito de primavera circular. El plato de dulce sacó nuestro
lado más goloso.
El prado aislado y silencioso
era el lugar ideal para una nueva observación de las estrellas. Nos alejamos un
poco del campamento y nos concentramos en la riqueza de puntitos del cielo, un
salpullido luminoso que nos mantuvo agrupados señalando al orbe y compitiendo
por la observación de estrellas fugaces.
Nos acostamos felices y con un puntito
de felicidad.
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