El valle se fue cerrando hasta
que quedó un estrecho y sinuoso pasillo entre dos altos paredones que imponían
respeto. El río se abría paso con fuerza, como si utilizara sus codos para
colarse entre las rocas. El camino que habían trazado era tremendo para el
vehículo, pero extremadamente hermoso. Le pregunté a Edil si íbamos a parar o
si era posible bajar y hacer el resto de la travesía del desfiladero caminando.
Nos remitió al día siguiente.
Con la impresión de que íbamos a
ser devorados por las montañas o aplastados por los acantilados, quedamos en
silencio y nos concentramos en el paisaje que ofrecían las ventanillas,
aderezado con un surtido de baches que nos lanzaba de un lado a otro del
vehículo. Nos confiamos a la experiencia de nuestro conductor.
A la salida del desfiladero nos
esperaba una amplia pradera, el Campo de las Flores, paisaje alpino y bucólico.
Las montañas se entrecruzaban hasta el fondo del valle y estaban cubiertas de
espléndidos bosques de coníferas.
Para cruzar el río nos apeamos
del vehículo. Todos lo agradecimos, más que por evitar los baches, por
disfrutar del entorno. El cielo estaba gris, aunque nos comentaron que no
llovería esa tarde.
En aquel espacio abierto y
rugoso habían instalado varios campamentos de yurtas. Las tiendas blancas y
circulares punteaban la superficie verde. En el campo pacían las vacas, que no nos
hicieron ningún caso. Pronto aparecieron grupos de jóvenes locales a caballo.
Al principio, parecía que fueran los encargados de cuidar el ganado, pero
después confirmamos que ofrecían sus monturas para hacer excursiones a los
lugares escondidos en las montañas.
Las montañas mostraban las torrenteras
grises que bajaban por sus laderas. La mayoría de las cimas más cercanas
carecían de nieve. Detrás, las cumbres más altas eran de nieves perpetuas. Por
allí estarían nuestros amigos Iluminada y Javier.
Avanzamos hasta nuestro
campamento, posiblemente el más grande y el mejor equipado. Las yurtas estaban
dotadas de estufa, había una zona de duchas cubiertas, las letrinas estaban
limpias y las dos tiendas dedicadas a comedores eran amplias y confortables.
Descargamos el equipaje, nos
distribuyeron y nos emplazaron para comer.
Las yurtas eran de cinco.
-Carlos, tú con nosotras –me
dijeron las Chicas Encarta. Y yo obedecí, sin chistar.
El menú de la comida fue sopa y
pasta con carne.
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